La experiencia, además de ser, para los militares, un grado, es una auténtica monada.
Uno, a fuerza de años, asume una cierta cantidad de palabras y frases, y esta reserva intelectual es una preciosa arma para esgrimirla en determinados momentos o en algunas ocasiones muy especiales.
Después de una romántica cena, con manteles de Navidad, candelabros, rosas y champagne las cosas se suelen poner a temperatura más bien elevada. Finiquitadas las últimas lionesas de nata, se acostumbra a “¿por qué no vamos al sofá, que estaremos más cómodos, verdad?”
El susodicho sofá es la antesala obligada, justo antes de yacer amablemente.
Pues bien, finalizado este simpático preámbulo, voy al grano: transcurrido un breve espacio de tiempo (nada, días) después de haber culminado, con más o menos fortuna –una o varias veces; éramos jóvenes novillos- una serie de yacimientos carnales, durante el fogueo de una conversación banal, ella, quien fuera, sentenciaba sin ningún rubor: “es que, macho (seguíamos siendo jóvenes y con pelo) siempre vas a tu bola; no escuchas”. Yo pensaba: “¿Y por qué silencia el pronombre (me) y no dice no me escuchas?”
Total: ahora, hoy en día, en estos tiempos de poco pelo y musculatura barata, hora ya de testamentos, agradecimientos generales, despedidas, y títulos de crédito, cuando uno se halla en fase de sofá, debe advertir: “mira, muñeca (cuando los años aprietan, los calificativos tienden al más puro ridículo; en lugar de muñeca, también utilizo “linda”; mira, linda) yo voy a mi bola y no escucho, ¿vale?
He constatado que, lanzada la advertencia, un 70% de las señoritas huyen despavoridas; un 12% no lo pillan, o sea, que no lo entienden (de ese porcentaje, la mitad se quedan y la otra mitad se esfuman); el 8% actúan con más calentura –energía, vamos; y el resto, el 10% sonríen y perdonan.
Lo qué es cierto es que, planteando el problema antes de que se produzca el conflicto, uno gana tiempo.
Es un consejo (he dicho consejo; no conejo…)