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Las apariencias no engañan

lunes 14 de septiembre de 2015, 18:08h

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Existen, dentro del refranero universal, algunas máximas o frases proverbiales que rozan la falsedad más acribillante, metafóricamente hablando. Uno de los dichos más sonados al respecto es aquel tan célebre, celebérrimo, que reza: “las apariencias engañan”. Así, tal cual, tal como suena, con aquella tranquilidad.

Si nos remitimos, como siempre, al diccionario de la R.A.E, observaremos que tras el vocablo “apariencia” se esconden dos definiciones: en la primera se argumenta que se trata del “aspecto o parecer exterior de alguien o algo”; en una segunda explicación el diccionario de los diccionarios remacha con un dogmatismo metafísico: “cosa que parece ser y no es”. Perfecto.

Supongo que a ustedes – como al más común de los mortales- les habrá ocurrido alguna vez que, en una verdulería o frutería, se han sentido enamorados por una espléndida y oronda sandía y han decidido su adquisición inmediata. Una vez descargada la fruta en la encimera de su cocina, seguro que han sentido una sensación como mínimo psicodélica al darse cuenta que el producto por el que ustedes habían porfiado alegremente no era la tal sandía si no un espléndido melón. Ahí, en este caso tan vulgar, reside la especificidad del refrán: resulta que hemos sido maltratados psicologicamente a causa de habernos confundido de fruta; era un melón pero por las apariencias (que siempre, o casi, engañan) nosotros hemos adaptado la voluntad de la visión a la comprensión imaginaria de una sandía. En ese ejemplo se vislumbran las dos definiciones que confluyen en un mismo significado: la simulación.

Siempre que voy al teatro y asisto a una función en la que los protagonistas representan a unos aristócratas ricachones, y observo el quehacer de los actores que interpretan a tales personajes, me doy cuenta de qué las apariencias no engañan. Dichos cómicos, como personas que son, proceden de un estrato social mucho más disminuido que el status que requieren, específicamente, los roles teatrales que les han sido designados por el director de la obra en cuestión; por lo tanto, las consecuencias de este desfase educativo y social se constatan evidentemente en un mal saber “estar” sobre las tablas de un escenario: no hablan con el deje particular de los poderosos; los vestidos que lucen no se adaptan para nada a su forma de “llevarlos”, de moverse; sus gestos no transmiten al espectador la finura necesario de este cuerpo social; las miradas y los silencios nunca se identificarán con los que realizaría la “gente bien”…por mucho que se esfuerzen los pobres intérpretes ocasionales. De todo esto se deduce que las apariencias no engañan casi nunca, contrariamente a lo que se cita en el refrán citado.

Aun por encima, cuando uno intenta disimular una acción o una situación concreta, se cuenta que está “salvando las apariencias”; como si las tales apariencias se pudieran salvar de alguna manera ¡válgame Dios!

A mi, por lo menos, los “aspectos exteriores de algo o alguien” nunca jamás me han traicionado; ni lo harán mientras siga el curso de mi ya dilatada existencia humana ¡vive Dios!
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