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....In corpore sano

Por Jaume Santacana
martes 05 de mayo de 2015, 14:02h

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Soliviantado como estaba, atravesé el vestibulo de entrada, descendí raudo las escaleras y me dirigí velozmente a mi taquilla. Introduje las cuatro cosas que me pertenecían en una bolsa despersonalizada y, sin pausa alguna, regresé a las escaleras, subí a peldaños impares y, una vez frente al mostrador de la recepción, tiré con desdeño mi carnet de socio.

Era demasiado para mi cuerpo. Hace unos cuantos lustros, asistir a mi gimnasio no dejaba de constituir un auténtico placer. Uno se sentía a gusto junto a unas pocas personas que cultivaban adecuadamente su físico realizando unos ejercicios sanos, nobles, tranquilos e incluso con una cierta estética favorable. El aire, el entorno, se presumía neto, transparente e impoluto. Se respiraba un cierto silencio y los compañeros de esfuerzo vestían – dentro de lo que corresponde a un espacio de estas características- con una cierta elegancia: prendas ligeras, de sport, livianas, pero siempre en el marco de un ambiente ciertamente selecto. En la sala no existían estridencias de ningún tipo; incluso los rostros de los participantes en estas sesiones reflejaban una serenidad y una templanza que para si las quisieran los asistentes a un oficio religioso. Se sudaba de una forma pudorosa, sin excesos. Los respectivos poros corporales se abrían camino hacia el chorreo, pausadamente, intentando no reflejar lo basto y vulgar de dicha acción.

Hace un par de días, Dios, Nuestro Señor, se me apareció en sueños – como debe ser- y me preguntó qué hacía yo en un gimnasio actual. Condescendiente, pronuncio sus palabras sabias: “Hijo, no deberías continuar yendo a un sitio como éste. Ya no es lo que era. Apártate a lo ya (Dios, además de misericordioso ha adquirido, con el tiempo, un punto de modernez dialéctica) de tal inmundo lugar. Relájate y ejercítate en solitario: saldrás ganando; te lo digo Yo”. Inmediatamente, me trasladé a mi antiguo gimnasio y dimití contundentemente.

Dios, como siempre, tenía razón. En la actualidad, mi gimnasio había entrado en una fase de degeneración sin retorno. Creo que el mismísimo señor Dante Alighieri se inspiró en los gimnasios actuales para describir magníficamente lo que él aplicó a los infiernos: un espacio terrorífico, donde la oscuridad ilumina a los condenados, el crujir de dientes actúa como música y el sufrimiento humano quema para la eternidad.

En mi gimnasio, como en casi todos hoy en día, cientos de personas – muchas de ellas subidas a una máquina indecente- sudan como dementes mientras profesan un griterío escandaloso y rastrero; visten de pena: ninguna rigurosidad en sus prendas (algunas rasgadas por la exageración de movimientos) y nulo registro de esteticismo y buen gusto. El olor ambiental es totalmente desagradable, como si desprendieran sudores rancios y putrefactos. Muchos asistentes atienden a ritmos músicalmente esperpénticos y atonales que les “ayudan”, dicen, a  culminar sus ridículos esfuerzos. Gente instalada en caminos alfombrados de caucho que corren sin final; otros, con el coeficiente intelectual en un sillín, pedalean como idos o posesos, a ninguna parte. Chillan, gritan, vociferan en un lenguaje balbuceante mientras expanden sus grasientas carnes y las exponen a un frenesí sin ton ni son. Un feo espectáculo, la verdad; un asco.

Gracias a Dios (y nunca mejor dicho) he dejado de ejercer como imbécil. Ahora, sólo camino tranquilamente mientras paso el Rosario.
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