En las últimas semanas venimos asistiendo anonadados a la revelación de la gigantesca operación de ciberespionaje masivo e indiscriminado por parte de las agencias de seguridad de los Estados Unidos. Se podría utilizar los términos asombrados, boquiabiertos, estupefactos, o similares, pero todos estos adjetivos implican un elemento de sorpresa y, en realidad, no puede decirse que este hecho sea sorprendente. Quizás sí es sorprendente la dimensión, la extensión, del programa de vigilancia, mediante el que se han recogido, estudiado y almacenado las comunicaciones de gobiernos, organismos públicos, empresas y ciudadanos particulares de países de todo el mundo, no solo enemigos declarados o potenciales, sino también de aliados como Japón, los miembros de la Unión Europea, las propias instituciones de la UE e incluso la ONU. No ha resultado demasiado sorprendente, en cambio, la desfachatez de las declaraciones oficiales de los más altos mandatarios de los EE.UU., admitiendo el hecho sin ningún recato, sin ofrecer la más mínima disculpa, aduciendo que es una práctica común a todos los países y justificándose, ¡cómo no!, con la consabida alusión a la seguridad, especialmente a la seguridad contra el terrorismo, apelando al miedo de los ciudadanos.
El miedo, provocado por la inseguridad permanente que han padecido las poblaciones europeas durante siglos, debida, entre otras causas, a las enfermedades epidémicas como la peste, las guerras, el bandolerismo, la piratería, el saqueo y los conflictos religiosos, está en la raíz de la obsesión por la seguridad que caracteriza a nuestras sociedades. Miedo que ha sido hábilmente instrumentalizado durante siglos por los poderes políticos, en connivencia con la Iglesia Católica y otras iglesias, según los países, para restringir, o anular por completo, las libertades civiles. Utilizar el peligro de inseguridad para despertar este miedo atávico, es un recurso utilizado con frecuencia por los gobernantes cuando quieren promulgar leyes que restringen o eliminan libertades y derechos civiles, para conseguir la aprobación, o la aceptación resignada, de una mayoría de los ciudadanos.
El problema es que, incluso aunque aceptemos con pesar la necesidad de una cierta restricción de nuestras libertades debido a la realidad indiscutible del peligro terrorista y a que éste utiliza el ciberespacio como infraestructura fundamental para sus comunicaciones, los métodos de control masivo de las comunicaciones van mucho más allá de la detección de grupos terroristas y acaban convirtiéndose en una invasión indiscriminada de nuestra privacidad, en una recopilación masiva de datos que nada tienen que ver con el terrorismo ni la delincuencia y que, debido al secretismo y al manto protector suministrado por los políticos, no sabemos que destino puedan tener, ni en que manos puedan caer, ni para que fines se puedan utilizar.
¿En qué puede mejorar la seguridad de los EE.UU. el espionaje a oficinas de la UE, o de la ONU?, ¿o el espionaje indiscriminado de las conversaciones privadas de millones de ciudadanos, americanos y europeos?. ¿Y para qué usarán los datos obtenidos del espionaje a empresas, a universidades, a centros de investigación?. No parece que exista solo un interés por la seguridad antiterrorista, más bien parece una gigantesca operación de control global, a países, a organizaciones, a individuos, a empresas, a universidades y centros de investigación, etc., y de obtención ilícita de información que pueda suponer una ventaja competitiva para la economía estadounidense.
Una de las paradojas de la situación actual en EE.UU., desde el fatídico 11-S, de pérdida de derechos y libertades en aras de una pretendida seguridad, es que fue precisamente Benjamin Franklin, uno de los padres de la patria, quien dijo: “aquel que está dispuesto a renunciar a una libertad esencial a cambio de un poco de seguridad temporal, no merece ni la libertad ni la seguridad”. El derecho a la intimidad es una de las libertades esenciales de los ciudadanos en una democracia que lo sea de verdad y está ahora mismo en grave peligro. Y mientras tanto, la respuesta de nuestros políticos europeos ha sido de mínima a inexistente, demostrando una vez más que, por desgracia, en estos tiempos de decadencia y degeneración en que estamos dilapidando el legado social e institucional de Europa, en vez de líderes capaces, sólidos y responsables, nuestros gobernantes son apocados, pusilánimes, negligentes y pasivos, aunque también, eso sí, muchos de ellos ventajistas y aprovechados y algunos venales y corruptos.