Debo advertirle, querido lector, que este artículo, muy probablemente, no sea de su interés. Es más, estoy convencido de ello. Aun así, me dispongo a redactarlo entregándome a ello con ardor y fogosidad, tal y como acostumbro a proceder en este menester de la escritura.
Me acabo de comprar una lupa. Hace sólo unos minutos. Mi grado de satisfacción se ha desbordado y mi alborozo ha superado los límites a que me tiene habituado. Hace más de cincuenta años que mi mente deseaba con fervor y devoción que llegara el momento conveniente para que se produjera este hecho para mí insólito. Toda una vida esperando a que -bajo el papel de regalo que envolvía un obsequio destinado a mi persona, dádiva motivada por la celebración de algunas efemérides concernientes a mi ego- apareciera el tan preciado objeto óptico. Mientras rasgaba el papel irisado rezaba a la Virgen del Amor Hermoso para que tuviera a bien concederme ese agasajo. No pedía más; simple y llanamente, una discreta y elemental lupa. Pues bueno: ni por esas.
Finalmente, hoy, diez de mayo del 2017, una vez reunido la pecunia necesaria para la obligada operación de compraventa, y una vez marcadamente estimulado con el coraje, el valor y la valentía imprescindibles, me he dirigido a un “chino” decidido a efectuar la, para mí, tan valuosa adquisición. Y sí, lo he conseguido; he comprado una lupa. Explicarle al chino de turno (que no hablaba ni un pataplís de cristiano) que quería una lupa ha sido una epopeya; pero eso ya es harina de otro costal. Me he acordado, eso sí, de cuando le tuve que preguntar a un lapón dónde estaba el aeropuerto.
¡Qué grandeza de miras, qué magnificencia, qué esplendor, qué todo que te ofrece la visión a través de una lupa. Mi vida ha cambiado por completo en los pocos minutos que he disfrutado de ella, justo antes de escribirles estas primeras impresiones. Todavía me tiemblan las piernas. No me lo puedo creer!
En principio, siempre había creído que, interponiendo una lupa entre mi visión y un objeto, las cosas se captaban como más grandes; sin más. Nunca pensé que este instrumento llegara a tener muchas más propiedades. Pero no; me equivoqué. A parte de cumplir con sus obligaciones básicas, mi lupa me ofrece un sinfín de nuevas opciones que, con el tiempo, supongo, llegaré a percibir en su casi totalidad. Les voy a poner, sólo, un ejemplo: he aplicado mi artefacto sobre unas declaraciones escritas (de momento, para empezar; no descarto situarlo ante un televisor), pronunciadas por el señor Rajoy, Don Mariano. ¿Y qué pasó? Pues que, así como a simple vista lo comentado por el presidente del gobierno español era de un soso que tumbaba a un gorila, a través de la lupa Rajoy se acrecentaba, se crecía, se magnificaba en todos los sentidos hasta llegar a un punto álgido en el que sus opiniones poseían un carácter de alto nivel político e intelectual. “Ese no es mi Rajoy”, que yo me dije; “me lo han cambiado”, me insistí: ¡qué clase, qué elegancia en el verbo, qué sutilezas en sus argumentos, qué finura, qué estilo, qué distinción en el relato de sus razonamientos! Lo nunca visto; vamos, que ni en el circo.
Ahora mismo, voy a dejar de escribir este artículo ya que ardo en deseos de superponer mi artificio óptico sobre declaraciones de otros ínclitos prohombres y promujeres dedicados y dedicadas, en cuerpo y alma (generalmente más en lo primero), al ejercicio de la alta política en España. ¡Anda que no flipo esperando la hora de someter mi lupa los enunciados, afirmaciones o proclamaciones varias de Susana Díaz, Juan Carlos Monedero, Alberto Rivera y otros mandamases del coso parlamentario hispano!
Y ya puestos, intentar descubrir un nuevo Bertín o Jorge Javier Vázquez, o Mariló Montero o el mismísimo retoño de la Pantoja.