Hay días, como por ejemplo hoy, sin ir más lejos, en los que uno se sienta ante la pantalla del ordenador, las manos sobre el teclado, dispuesto a redactar su artículo semanal y no acierta a encontrar un tema que le plazca mínimamente. Por lo común, un servidor tiene ya seleccionado con anterioridad el asunto al que se quiere referir. A veces dispone de un delgado hilo argumental que le resulta adecuado para desplegar una tesis o, por lo menos, una serie de opiniones personales que reflejen una cierta originalidad. En ocasiones, durante el proceso de escritura, algunos contenidos excavan una determinada materia y son plasmados con indudable profundidad; en otras circunstancias, el opinante se desplaza por unas aguas mucho más superficiales, recreándose más en la forma que en el fondo de la cuestión planteada y, casi siempre, el artículo adquiere un tono más frívolo, irónico o, inclusive, burlón.
En muchos casos, la idea nuclear que propicia la redacción de un artículo, proviene de algún hecho leído o vivido que, según el articulista, merece la pena dar a conocer a sus lectores. La representación del concepto seleccionado puede aparecer, también, por sorpresa o, en su caso, a través del más puro azar. Uno puede pillar su razonamiento a partir de cualquier imagen momentánea que se cruza en su día a día (una flor, un niño llorando en un paso de cebra, una postal con un lago junto a montañas nevadas, una pareja de ancianos cogidos de la mano, una despedida en una estación de tren, un espot de televisión o, simplemente, observando su propia imagen frente a un espejo); a su vez, también es posible utilizar como carnaza literaria una conversación callejera o de bar de la esquina atrapada secretamente por ventura. Asimismo, un sencillo pensamiento sobre cualquier temática que vuele hacia la mente del escritor en cualquier momento vacío de acción intelectual (en la ducha, paseando, escuchando la radio, leyendo o comprando pescado), puede llegar a ser la verdadera enjundia del proyecto literario o periodístico. La filosofía de la banalidad.
Con la noción de la trama ya en posesión previa de la imaginación, al sentarse frente al ordenador, el relato suele emerger de manera harto fluida. Los dedos actúan con la precisión de un pianista y la mente no hace más que dar rienda suelta a su dictado; sin casi pausas. Se trata, prácticamente, de una transcripción.
Por otro lado, el redactor puede tener bastante desarrollada la urdimbre del artículo a escribir pero, en cambio, éste precisa de algo de calma y sosiego para poder ser alumbrado. A veces se requiere de alguna documentación suplementaria que enriquezca el producto; en otras situaciones, el contenido de fondo necesita ser ejecutado de modo más juicioso, más reposado o, si se quiere, menos impulsivo. La sintaxis empleada en estos casos solicita una mayor trabazón con el fundamento, con la esencia del sujeto principal. En esta última coyuntura, el sobreesfuerzo intelectual ordenado imprime la circunstancia de lentitud obligada en la confección de la narración.
El resultado corporal que se deriva de la finalización de la escritura periódica, también se presenta distinta según el vaivén de su proceso. En una composición basada en una idea presentida o prevista anteriormente que ha resultado vibrante y frenética al ser enviada neurológicamente a los dedos, una ligera taquicardia sigue afectando al autor, momentos después de haber terminado su trabajo. No se da tan alto nivel de satisfacción como cuando el parto se ha presentado cachazudo y farragoso; entonces, bajo estas circunstancias, una especie de placer recóndito invade el ánimo del creador de la crónica; y esta sensación es más duradera.
En fin, qué les voy a explicar que no lo hayan ya imaginado: hoy no se me ha ocurrido nada interesante que contarles.
Otro día será. Disculpen