Policía, juez y verdugo. El trinomio suena a tirano medieval que concentra un poder absoluto sin más límite que su propia clemencia. En el siglo XV la Santa Hermandad vigilaba los caminos de Castilla de asaltantes y rufianes cuando estos últimos aún no se dedicaban a la política. Fue uno de los primeros cuerpos policiales unificados de Europa, con capacidad para perseguir al delincuente sin atender a qué noble o villa pertenecía la tierra. Esto en España no podía acabar bien.
Al principio funcionó. Las cuadrillas de justicieros vestidos con un coleto de piel sin mangas sobre un blusón verde limpiaron las rutas de malhechores, que eran aprehendidos, condenados y ejecutados sin juicio previo. Claro está que semejante celeridad en un proceso sin garantías se llevó por delante a miles de inocentes. La acumulación de injusticias y su elevado coste provocaron el declive de la Santa Hermandad, que empezó a llegar tarde a todas partes.
Facebook y Twitter suspendieron las cuentas de Trump días antes que este se viera obligado a abandonar casi a empujones la Casa Blanca. Sin entrar a analizar la violencia implícita de muchos de los mensajes que Trump lanzó durante su mandato, me pareció un acto supremo de cobardía censurar al político más poderoso del planeta pocas horas antes de dejar de serlo. Algo así como subir al ring y patear a Tyson cuando Holyfield ya lo había enviado a la lona.
Tras un primer momento de alivio al ver silenciado a un personaje que tanto ha dañado la convivencia en su país surgieron las dudas. La primera en alzar la voz fue Merkel, que calificó de problemático ese veto. ¿Dónde está el límite? ¿Quién lo establece? Si las plataformas digitales son un elemento fundamental de la comunicación global cabe esperar que los reglas sean iguales para todo el mundo.
Esta semana Nicolás Maduro ha anunciado el remedio definitivo contra el COVID. “Las goticas del beato José Gregorio neutralizan el coronavirus. Diez gotitas debajo de la lengua, cada cuatro horas, y el milagro se hace”, dijo Maduro en la televisión pública venezolana en horario de máxima audiencia. Ahí sigue el video circulando por las redes sociales, como si fuera inocuo para la salud mental y la información veraz.
Trump, Merkel, Maduro… podríamos pensar que hablamos de un par de empresas tecnológicas influyendo en la geopolítica mundial, algo que nos queda muy lejos y no va con nuestros problemas más cercanos. Jack Dorsey y Mark Zuckemberg no se van a ocupar de revisar nuestras cuentas.
Sucede que Facebook ha inhabilitado la cuenta de Resistencia balear por “no cumplir las normas comunitarias”. Eso sucede de manera automática cuando hay un número importante de denuncias de otros usuarios. Así, sin más: policía, juez y verdugo. El motivo de esas denuncias se supone que era la invitación a participar a pie en una manifestación que debía ser solo motorizada.
Hay que forzar nuestra intuición para llegar a esa conclusión, porque las publicaciones en Facebook se pueden denunciar por desnudos, violencia, acoso, suicidio o autolesiones, información falsa, spam, ventas no autorizadas, incitación al odio, terrorismo, estafa, maltrato animal, promoción del consumo de drogas, explotación sexual o violación de la propiedad intelectual. Esas son las X que puedes marcar. Un amplio catálogo que no incluye las manifestaciones no autorizadas, ni las conductas que puedan poner en riesgo la salud pública.
A pesar de ello, determinados medios de comunicación han informado de la censura de Facebook a este movimiento de hosteleros que protesta contra el cierre de sus negocios con nula crítica. Es más, se les ha notado comprensivos con la mordaza. Imaginemos ahora que cierto número de lectores se molestaran por las informaciones de un periódico sobre un caso judicial que se investiga bajo secreto de sumario. Imaginemos que algunos lectores consideraran que las informaciones están vulnerando la presunción de inocencia de los investigados, o que se está dañando injustamente su reputación. Imaginemos que existe una pestaña en la parte superior derecha de la noticia publicada en la web, y que clicando en ella se puede denunciar al periódico por esa publicación. Imaginemos que con un número suficiente de clicks la edición digital queda inhabilitada automáticamente, a la espera que el editor del periódico solicite una revisión a un ser superior que habita en la nube.
Todo esto es imposible que suceda gracias al sistema de garantías inventado por las democracias liberales. El ser superior que decide algo así siempre es un juez. El juez se puede equivocar, pero hay otros magistrados con más rango y experiencia a los que se puede recurrir. No es un sistema perfecto, pero evita la arbitrariedad de la Santa Hermandad de Facebook, de Twitter, de los ofendiditos, de los cobardes, de los resentidos, de los enmascarados del odio y de los forajidos del insulto, esos bandoleros modernos que campan a sus anchas por la red.
La velocidad es la característica principal de este mundo digital, pero llegan tarde. A Trump lo callaron con un pie ya en su residencia privada de Florida, y a pesar de los bozales ayer un millar personas se volvieron a manifestar en Palma contra la escasez de ayudas públicas a unos negocios cuyo cierre los asfixia sin remedio. Tanto a la censura de Facebook como a las migajas que les reparte el Govern se les puede aplicar el mismo refrán que a los patrulleros de caminos medievales: a buenas horas, mangas verdes.