Resulta algo difícil de entender el que una persona que ha trabajado durante años desde la cima de una organización o, cual es caso, de un partido político con muchos años de historia, anuncie, con publicidad y estruendo, que abandona ese partido, junto con sus cargos o escaños, varios días antes de registrar sus escritos de renuncia. El motivo alegado, indudablemente, es de una sensibilidad absoluta; el catalán y el nacionalismo pan catalanista que le acompaña. O mejor, el trato político dado a tal cuestión por el partido al cual renuncia; tema, insisto, de gran sensibilidad para una parte considerable de nuestra ciudadanía. Un pan catalanismo que, el personaje, adjudica a todo el partido que abandona, mereciendo el aplauso de un número considerable escribidores y tertulianos, lo cual no es en absoluto criticable. Pero, en alguna medida, sí es producto de una confusión, ya que, dando a entender que están a favor del personaje, en realidad lo que están es en contra de los adversarios señalados por el mismo personaje.
Y, si todo lo anterior, insistimos, es aceptable, lo que ya no lo resulta tanto es que reproche a toda una generación de políticos del partido una conducta que da por supuesta. Lo cual es, no solo falso, sino improcedente y, en modo alguno, objeto de recibo. La historia se aleja muy mucho del relato, y lo hace desde sus mismos principios, cuando el personaje obtuvo la presidencia del partido teniendo como opositor a un candidato trasparentemente españolista, sin prejuicio alguno, mientras él se acunaba en los brazos del inventor del regionalismo y promotor de una ley contra la cual echa pestes. O sea, el personaje se opuso y ganó al españolista, con el apoyo del regionalista. Y ahora, alardea de paladín del españolismo, mientras desprecia y despotrica del regionalismo, si es que se le puede llamar así. Proseguir por esa senda nos llevaría a preguntarnos los motivos que transportaron al personaje a constituir un gobierno tan regionalista como el que durante cuatro años mantuvo, con alguna que otra crisis por demás llamativa, por sus protagonistas y por el trasfondo político que delataban.
Pero no, no es por ese motivo que surgen estas líneas, ni tan siquiera para hurgar en las causas del total abandono de sus asesores, consellers, jefes de gabinete o secretarías, cuando, después de descender de 35 a 20 diputados, tomó la obligada decisión de renunciar a la presidencia del partido e, inauditamente, aceptar integrarse en el «cementerio de elefantes» en que Madrid, desde siempre, ha convertido al Senado. Ni tan siquiera para intentar adivinar cuál era el motivo por el cual sus visitas institucionales a los pueblos de la isla brillaban por su ausencia o por el rechazo que recibía su escasa presencia a alguna que otra feria agrícola. No, no es por tales motivos que nacen estas letras. El motivo es mucho más subjetivo y profundo.
Un personaje que ha sido presidente del partido, del gobierno, alcalde de su pueblo, por mayorías absolutas, no puede lanzar cartas de despedida que rezuman no solamente rencor por los actuales dirigentes, sino menosprecio por todas las anteriores generaciones de políticos que propiciaron que, durante más de quince años, se lograra convencer a los votantes de estas islas que eran los adecuados para gobernarles. Lo hicieron desde la nada, sin estructura legislativa, algunos sin experiencia, sin organización administrativa, pero con una gran ilusión, el servicio a sus compatriotas. Lo hicieron con defectos, con errores, con alguna metedura de pata, pero con tal consideración a sus compatriotas que hasta consiguieron gobernar tres legislaturas en coalición parlamentaria con otros partidos políticos y una más con mayoría absoluta. Ese esfuerzo de tales hombres y mujeres no puede objetarse ni menospreciarse, puesto que, gracias a su entrega, renuncias y sacrificios el propio personaje logró auparse a la presidencia de partido y de gobierno, con la misma marca política, que ahora menosprecia. Irse no era complicado; cerrar la puerta y punto.
Sin embargo, el personaje está cargado de ofuscaciones y cegueras que le impiden apercibirse de que su tiempo acabó hace cuatro años. Unos años que, en vez de llenarlos de altura de miras, de humildad y modestia, los ha ido sazonando de animosidad y resentimiento. No hay reproche en las anteriores consideraciones, ni consejo ni juicio, lo que trasluce es que, en determinadas circunstancias, el señorío surge donde lo hay.
Y ya, por último, con ley o sin ley, ni A.P.ni el P.P. de Baleares ha sido nunca, jamás, pro-catalanista, ni muchísimo menos anti españolista. Ninguno de aquellos hombres y mujeres ejecutaron políticas con tal marchamo. Ni aún el exconseller que ahora, inauditamente, instala chiringuitos independentistas en la calle. Se les podrá acusar de haberse equivocado, de no haber acertado, de haber sido poco osados, sin embargo, nunca de haber cedido en lo fundamental; la identidad propia de nuestras islas. A partir de tal afirmación, innegociable en su todo, maldecir de aquellos hombres y mujeres, algunos ya difuntos, así como de su entrega, de su personalidad política, por una causa inexistente no solamente es injusto, sino que delata raíces nacidas de una ofuscación que recubre otras motivaciones inconfesables por éticamente deficientes.