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Los viejos

Por José Manuel Barquero
domingo 30 de agosto de 2020, 08:30h

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Primero me palpó la mascarilla, como asegurándose que era su hijo el que estaba detrás del bozal. Luego me acarició un segundo la frente con las yemas de sus dedos, y después se hundió en mi pecho. El abrazo debió ser intenso, porque al deshacerlo vi por el rabillo del ojo a una desconocida que nos miraba emocionada. En los segundos que duró yo solo alcanzaba a pensar en dos palabras, como si en este tiempo sin ver a mi madre algo tan grande como un petrolero se hubiera hundido ante nosotros: nunca mais. Pase lo que pase, nunca más seis meses sin verlos.

El parecía un niño, risueño y nervioso. Tuvo que entrar dos veces al coche a por su mascarilla y no acertaba con el botón de apertura del maletero, como un chófer novato en su primer día de trabajo. Es la primera vez en muchos años que no me ofrezco a llevar su coche cuando me recoge en el aeropuerto. Conducir próximo a los ochenta es enviar al mundo y a su hijo un mensaje claro: no estoy para encerrarme.

En este agosto tan atípico que acaba, cada día que he salido del agua he extrañado a mi madre frotándome la cabeza para secarme, y yo zafándome de su abrazo con la toalla, porque ya era mayor. En cada paseo matutino por la orilla del mar me ha acompañado el sonido de las palas de madera jugando con mi padre en una playa de Galicia. Son esos recuerdos los que ajustan nuestra visión del presente, y nos ayudan a medir el peso de las ausencias.

Montaigne decía que morir de viejo era una muerte rara, extraordinaria en su tiempo, y que por tanto era la manera menos natural de morir. Lo habitual era un accidente, o una infección que te llevaba en pocos días. Para el genio francés un hombre a los cuarenta ya comenzaba a vivir años de regalo, y debía estar agradecido. En el siglo XVI nadie podía prever una ciencia capaz de triplicar nuestra esperanza de vida. Y aún más, que pudiera convertir la vejez en un periodo de la vida apto para la felicidad, y no solo para el sufrimiento.

Pero es ridículo pensar que la felicidad de nuestros mayores se origina exclusivamente en minimizar sus padecimientos físicos. Deberíamos recordarlo cada vez que nos surja la tentación de convertirlos en “viejos burbuja”. Ahora miro a mis padres y me pregunto si habré sido capaz de darles momentos de felicidad tan intensa como los que hoy les regalan sus nietos, esos que ahora no deberían ni acercarse. Desahuciarlos por completo de su rol de abuelos es amputarles el corazón para salvar sus pulmones. No me salen las cuentas. Un afán por conservarlos entre nosotros nos conduce a sobreprotegerlos, pero más ancianos de los que creemos piensan como Rilke, que “quería morir de su propia muerte, no la de los médicos”.

Con la excusa del riesgo cero -algo tan probable como ver a Messi en el Real Madrid- se habla muchos estos días de los colegios como aparcaderos de niños. Pero escuchamos poco sobre las residencias como espacios para estabular ancianos. Al parecer esta sociedad gerontofóbica también pretende anular su capacidad de autocuidado y su propia responsabilidad para decidir dónde ir o no, y con quién. Da miedo que se contagien, claro, pero asusta más un aislamiento que los conduzca a una pérdida del interés vital. Tras semanas de lucha por el riesgo que suponía el desplazamiento, una amiga del alma me contaba cómo ha sucumbido este verano al deseo de su padre de pasar unos días en el Algarve. “Me queréis en una hornacina, y así también me moriré”, les dijo. Viajaron a Portugal, con precaución, y lo disfrutaron feliz.

Deberíamos tener presente que cada mes de su vida no equivale a un mes de la nuestra. Que nuestro tiempo perdido no volverá, pero el de ellos aún menos. Para Zweig la vejez no significaba otra cosa que dejar de sufrir por el pasado. Convendría no someter a los mayores a un sufrimiento por el presente más allá del estrictamente necesario porque, en realidad, lo que estamos haciendo es trasladarles nuestro miedo atroz a su ausencia. Podemos disfrazarlo de amor incondicional, pero solo es un acto de cobardía por nuestra parte.
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