La humanidad, desde su misma creación, ha ido cambiando no solamente en su estructura, sino también en sus modos de vida y de convivencia. Y si en el siglo pasado fue la generación del 68 la que provocó el surgimiento de una nueva “adolescencia”, sus hijos se han convertido en unos hombres y mujeres que, siendo ya adultos, no han alcanzado la categoría de “viejos”. Así sucedía con sus padres quienes, logrados los sesenta y a las puertas de los setenta, ya eran considerados ancianos, no solamente por sus congéneres, sino por la misma sociedad en su conjunto. Sin embargo, ahora, en nuestros días tales sensaciones han cambiado completamente, tanto en los hombres como en las mujeres.
Quienes gozamos de esos sesenta, setenta o incluso ochenta años, somos unos seres privilegiados. Estrenamos un período de vida, un tramo de existencia que no tiene parangón en la historia del hombre o de la mujer. Tanto es así que esas edades, esos seres humanos, no tienen nombre. No son ni ancianos, ni viejos, ni salidos de una madurez que ya es historia. Seguramente durante ésta se alcanzaron metas personales, se sufrieron decepciones más o menos dolorosas, se superaron muros de dificultades, sin embargo, desde la perspectiva que proporciona el tiempo transcurrido, no podría decirse que la nostalgia por aquellos tiempos, mejores o peores, juveniles o adultos, impere en cada instante de su nuevo tiempo.
Esos hombres y mujeres, sin nombre definido, trabajando todavía o jubilados por fin, aún sin comprender en exceso los modos y formas de la actual juventud, contemplan más su futuro que anhelan recuperar su pasado. Y tal sensación surge del ansia de disfrutar un presente que trascurre hacia un futuro, más o menos prolongado, pletórico de acción, de estudio, de progresión. Pudiera decirse que esos hombres y mujeres sin nombre, no se hallan en retirada, sino que se afirman satisfechos por la sencilla razón de no “sentirse” viejos. Son hombres y mujeres que, sin detenerse en el tiempo, caminan seguros de haber
superado el hecho de no morir jóvenes. Y aprovechan el tiempo, con ocio, con aprendizaje, con renovación, con descubrimientos, incluso con emprendimiento. Quizás no son tan ágiles, ni física ni mentalmente, pero sí consiguen mirar hacia el horizonte, su horizonte, y lo intuyen, todavía, pletórico de acontecimientos. Unos sucesos que surgirán de su propia voluntad, de un estilo nuevo o renovado,
producto del haber tomado conciencia de que setenta, ochenta años han dado demasiado de sí para, a estas alturas, dejarlos apoltronados sobre un sofá absorbiendo basura y más basura televisiva.
Los sin nombre celebran, celebramos, cada puesta de sol y cada amanecer y, dolientes quizás por algún achaque, sonreímos al día con el intenso deseo de que no sea uno más sino el primero de muchos epleto de proyectos, de superación, de imaginación, de trabajo y, por qué no, también de cariño y aprecio. Y es que, los abuelos, las abuelas, no solamente pueden hacer “tonterías” para alegrar a sus nietos, sino también demostrarles a ellos y a quienes quieran verlo que, quiénes no son ni jóvenes, ni ancianos, los sin nombre, también tienen propósitos y metas incluso hasta el día en que mandarán su último WhatsApp.