Guantes y mascarillas eran hace unas semanas objetos anhelados por todos aquellos que debían salir a la calle, a comprar o a trabajar. Los letreros en las farmacias advirtiendo que no había mascarillas, por ejemplo, eran la prueba de una situación que llevó mucha preocupación a los hogares. Su escasez provocó una gran incertidumbre social y obligó a las administraciones a arbitrar mecanismos de urgencia para comprar millones de unidades y ponerlas a disposición de todos aquellos que lo necesitasen.
Ahora, las mascarillas son obligatorias en muchas actividades desarrolladas en espacios públicos, especialmente en los transportes colectivos, desde los autobuses a los taxis. Al contrario que hace unas semanas, lo excepcional ahora es ver a ciudadanos sin mascarilla o, en menor medida, sin guantes. El incremento del consumo de estos objetos ha crecido exponencialmente y ha supuesto, como efecto colateral, el aumento en la generación de residuos que no siempre son eliminados de la forma correcta.
Es habitual ver mascarillas, y sobre todo guantes, arrojados en plena vía pública -incluidos parques y jardines, aunque la mayoría de las veces es a la salida de los supermercados-, con el peligro añadido de que han sido utilizados como barrera física ante la propagación de un virus altamente contagioso. Por ello debe extremarse su eliminación. No basta sólo con tirarlos en las papeleras; han de ser desechados en el contenedor de residuos correspondiente, que es el gris.
Con esta sencilla acción, se consigue la eliminación de un material que no es biodegradable y que, por consiguiente, resulta altamente contaminante para el medio ambiente. Pero, además se contribuye a no expandir la enfermedad para la que precisamente es necesaria su utilización.
El civismo también debe formar parte de los hábitos comunes que se imponen en esta fase de lucha contra la pandemia. Y el tratamiento correcto de los residuos no debe ser algo ajeno a la nueva cotidianidad.