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Los peligros de la moralidad "woke"

Por Juan Carlos Rodríguez Tur
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rodriguezturicaiborg/12/12/18
jueves 15 de agosto de 2024, 08:18h

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Hace más de una década que la izquierda se ha apoderado de la pluma con la que escriben la historia de la infame cultura de la cancelación. Han extendido un insufrible mecanismo que ha politizado absolutamente todos los sectores y nos ha enfrentado. Resulta agotador. Quien no está con ellos, es un peligroso reaccionario que no respeta los derechos de las minorías y, por tanto, merece ser cancelado sin juicio ni derecho a la réplica.

La cultura de la cancelación no es más que el ostracismo social y profesional de insensatos que han dicho o hecho algo considerado ofensivo o políticamente incorrecto tanto en el presente como en el pasado. No hay margen para la enmienda. Lo único relevante para ellos es sustituir a estas personas de sus oficios para imponer a perfiles con un historial más acorde a sus planteamientos, independientemente del talento que tengan.

Esta izquierda débil sobrevive electoralmente gracias a un proyecto político basado en imponer los delirios de unas minorías a la mayoría de la población, recreando símbolos o inventándose palabras para señalar y cancelar al que no los usa. Han trasladado al centro del debate público cuestiones intrascendentes, a tenor de su incapacidad para ofrecer políticas públicas que den respuesta a los verdaderos problemas que sufren las familias. Ya no importa el programa económico, las políticas de emprendimiento o la vivienda; ahora lo único importante es el gesto. Sufrimos la dictadura de las apariencias y nos hemos olvidado de la sustancia.

Existen tres grupos de personas que se abrazan a este nuevo sensacionalismo excluyente: los que sobreviven gracias a un sueldo público, los que aspiran a tenerlo y la masa de ignorantes sin criterio que aplauden a los dos primeros. Si usted no está en ninguno de esos tres grupos, corre el riesgo de ser un peligroso “fascista” que piensa por sí mismo y que está harto de que dediquen buena parte de los recursos públicos a crear organismos prescindibles y campañas publicitarias que sólo promueven el odio y la polarización.

Si no comparte dilapidar los recursos públicos en pintar bancos y aceras de colorines y considera que esa no es la manera de fomentar la inclusión, es usted homófobo. Si cree que las mal llamadas “leyes feministas” han contribuido a liberar violadores y que los cupos de mujeres y hombres en empresas y organismos son un error, es usted machista. Si cree que hay que intensificar la seguridad, a tenor de la ola de criminalidad que asola Europa, es usted xenófobo. Si cree que no sólo hay que restaurar la memoria de las víctimas de la dictadura franquista, sino que también hay que luchar contra las dictaduras populistas del presente, es usted un fascista. Si lo que le preocupa es la dramática situación de la agricultura, la escasez de recursos naturales, la excesiva presión fiscal que pesa sobre los pequeños empresarios o la dificultad de acceso a la vivienda y, en cambio, le da igual el lenguaje inclusivo, es usted un ‘cuñado’ ignorante.

Detrás de esta moralidad, hay, en realidad, una estrategia consistente en desnaturalizar el concepto de familia, desmoronar los valores occidentales e imponer una nueva línea de

pensamiento líquida que se centre sólo en la forma y no en el contenido. Gracias a ello, tenemos políticos que son propagandistas, en lugar de estadistas. Ha desaparecido el debate de las ideas, tan sólo queda el señalamiento público, el escarnio, el victimismo y la superficialidad que deja paso a una sociedad de cristal, cuya inconsistencia augura tiempos difíciles.

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