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Los helados

Por Josep Maria Aguiló
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jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 30 de julio de 2022, 03:00h

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Cuando salgo a pasear a última hora de la tarde en estos calurosos días veraniegos, me alegra mucho observar que la mayoría de heladerías que voy encontrando por el camino están llenas de gente. Aun así, mi alegría sería quizás aún mayor si en alguno de esos paseos vespertinos me topase con alguno de esos amigos desprendidos y dadivosos que todos tenemos y, generosamente, me invitase a tomar un sorbete o un granizado, pero reconozco que hasta hoy no ha habido aún mucha suerte en ese sentido.

El año pasado sí me encontré una tarde con uno de esos amigos, reconvertido en heladero aficionado, que prefirió invitarme a su casa para que probase uno de sus helados caseros, hechos sin lactosa, sin gluten, sin azúcar, sin conservantes, sin colorantes, sin carbohidratos y sin colesterol. «Son ligeros, saludables y cetogénicos», me dijo, lleno de orgullo. Por un momento, pensé que me traería una tarrina 'cetogénica' casi vacía o sólo con una bola transparente de hielo. Y la verdad es que así fue, poco más o menos.

Esa experiencia algo fallida hizo que aquel mismo día encaminase mis pasos directamente hacia una heladería especializada. Pero cuando me encontraba justo enfrente del mostrador, me entró algo muy parecido a un ataque de ansiedad, al no saber qué sabor elegir de entre todos los que allí había, que a mí me parecieron cientos. Tan bloqueado me quedé, que al final no pedí nada, me disculpé y me fui a casa, en donde me preparé una relajante infusión de tila y manzanilla, espolvoreada con un poco de Trankimazin.

Mientras me bebía la infusión, recordé con cariño los helados que solía tomar en la infancia. En aquellos años, todo era más fácil, no sólo porque había unos quinientos sabores menos, sino también porque los helados me los compraban mis padres. Esencialmente, eran casi siempre polos de naranja, de fresa o de limón, aunque en ocasiones muy especiales podían llegar a ser también almendrados o cucuruchos de máquina de vainilla y chocolate, que venían a ser entonces algo así como la crème de la crème.

Ya de adulto, mi etapa más heladera la viví hace dos décadas, cuando cubría la información municipal del Ayuntamiento de Palma en el diario Última Hora. En aquella época, varias veces a la semana iba con algún buen compañero periodista a una heladería muy popular ubicada en el casco antiguo, en donde solíamos tomar una exquisita tarta de chocolate y pera, acompañada de un vasito de helado. Creo que fue entonces cuando empecé a ganar algo de peso, no en sentido periodístico, sino estrictamente morfológico.

Fue también entonces cuando me acostumbré a tomar helados incluso en invierno, que quizás sea la estación en que más ricos están. Con posterioridad, por circunstancias de la vida, mis hábitos alimentarios fueron cambiando cada cierto tiempo, a veces para bien y otras veces para mal, hasta llegar al día de hoy, en que he empezado a perder algo de peso en todos los sentidos. Aun así, creo que no diría que no a un granizado o a un sorbete, sobre todo si me lo regalara algún buen amigo dadivoso y desprendido.

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