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Los disfraces del tribalismo

Por Fernando Navarro
viernes 28 de junio de 2024, 05:00h

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En 1970 el psicólogo social Henry Tajfel reunió a 60 niños de un colegio, les mostró brevemente una imagen con un cierto número de puntos, y les pidió que estimaran cuántos había. Unos dijeron de más y otros dijeron de menos, y de esta manera tan espectacularmente trivial nacieron espontáneamente dos grupos: los infracalculadores y los sobrecalculadores. Tajfel no esperaba que nuestra tendencia grupal se activara tan rápidamente: había diseñado el experimento como un punto de partida a partir del que iría añadiendo elementos hasta que se disparasen impulsos de pertenencia, pero no hizo falta. Desde el primer momento Tajfel observó cómo se desarrollaba un fenómeno curioso: los niños se mostraban muy colaboradores con los de su propio grupo, pero francamente hostiles hacia los del otro. Esta característica dual, la sobreestimación de nuestro grupo y la xenofobia hacia los de fuera, configura las dos caras del tribalismo. Es decir, éste tiene una cara buena (fomenta la cooperación dentro del grupo) y un reverso tenebroso (provoca el conflicto con los de fuera). Con frecuencia se ha intentado aislar la primera llamándola «patriotismo», pero posiblemente la segunda sea más potente: decía Eric Hoffer, gran observador del fanatismo, que «los movimientos de masas pueden surgir y difundirse sin creer en un Dios, pero nunca sin creer en un diablo». El diablo son los Otros.

El tribalismo está en nuestra naturaleza, y es sencillo entender por qué la evolución lo ha favorecido: produce grupos cohesionados y combativos capaces de vencer a otros que estén menos unidos y sean menos belicosos. Pero, aunque sea un atributo natural del sapiens, se disfraza con distintos vestidos en función de la etiqueta social y la moda del momento. Fíjense, por ejemplo, en esa forma brutal de tribalismo que es el antisemitismo: como ahora queda feo reconocer que uno es un racista, se han inventado el término «antisionista» para cubrir pudorosamente un impulso xenófobo que permanece invariable en el tiempo («sionista», para ellos, es todo israelí que se resiste al proyecto de ser barrido desde el río hasta el mar). Los fenómenos luego son más complicados, claro, y el antisemitismo actual tiene mucho de antioccidentalismo, ese adolescente odio a occidente tan parecido al del adolescente que se rebela ruidosamente contra el domicilio paterno pero sin llegar a abandonarlo.

También el nacionalismo es una forma de tribalismo, y por eso el exagerado afecto hacia lo propio -que se limita a ser un tanto kitsch- va siempre acompañado de ese desagradable impulso xenófobo que en casos extremos lleva a llamar «ñordos» a los de fuera y a gritar «puta Espanya» en las celebraciones deportivas. Y también las ideologías permiten canalizar el tribalismo de una forma especialmente eficaz, al conseguir revestir la xenofobia con la bandera de la virtud (Nosotros somos los buenos, y Ellos son los malos) a pesar de que el criterio ideológico suele ser tan irracional como los puntitos de Tajfel. Incluso el sexismo es una forma de tribalismo, especialmente desafortunada para la reproducción de la especie.

Obsérvese que, aunque sea un impulso no excesivamente sofisticado ni demasiado bonito, el tribalismo puede ser útil siempre que su cara negativa se proyecte hacia fuera de la comunidad. Sin embargo es asombrosamente destructivo –y perfectamente estúpido- cuando se proyecta hacia dentro. Precisamente eso es lo que produce la asombrosa indigencia intelectual del woke, la fragmentación de la ciudadanía en identidades victimizadas y resentidas. Y a ello colaboran eficazmente el oportunismo y la irresponsabilidad de los

políticos que no dudan en utilizar una mercancía, atractiva pero altamente inflamable, para estabular a votantes y mantenerlos enfadados y controlados. Y así estamos ahora en España, donde la unidad, la solidaridad y la igualdad se han debilitado en favor de tribus xenófobas que reclaman agresivamente privilegios con los disfraces del nacionalismo, la ideología y el sexo. No hace falta ser politólogo, psicólogo evolucionista, ni adivino para entender que una comunidad que se fragmenta, incluso según el sexo, no tiene garantizada su supervivencia a medio plazo.

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