Los días de la infancia
Por
Josep Maria Aguiló
x
jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 17 de julio de 2021, 03:00h
Hace algún tiempo leí un precioso artículo de Juan Manuel de Prada, 'Nieve', en el que, tomando como hilo conductor una nevada contemplada desde su habitación, De Prada nos hablaba de las inevitables renuncias de la edad adulta frente a la sensación de libertad casi plena que muchos de nosotros pudimos sentir en mayor o menor medida en los ya remotos días de la infancia.
«Hubo un tiempo en que el mundo no estuvo regido por rutinas, sino por la brisa impremeditada del milagro; hubo un tiempo en que cada mañana era una tierra incógnita que había que descubrir y conquistar, un ameno prado donde podíamos retozar, desentendidos de las triviales congojas y apresuramientos que ahora envilecen nuestros días», afirmaba el autor de 'Las máscaras del héroe' en dicho artículo, en el que reconocía, con pesar, que para nosotros aquel lejano tiempo de la niñez normalmente yace hoy sepultado por «la hojarasca de las plurales claudicaciones de la edad adulta».
De Prada también indicaba que quienes ahora mismo somos más o menos adultos sabemos, con una «íntima» y «amarga» certeza, que aquella vida «abierta al deslumbramiento y la perplejidad» era una existencia «más plena y enaltecedora» que la vida que ahora «sobrellevamos resignadamente», consolándonos día tras día pensando que quizás es «la única vida posible» en estos momentos.
Mientras leía ese artículo pensaba que, efectivamente, en la infancia suele haber casi siempre un ramillete de momentos hermosos o tiernos que la mayor parte de nosotros ha podido vivir, aun en el caso de que quizás esa infancia no haya sido especialmente feliz o dichosa. Así, siendo ya adultos, solemos recordar todavía con emoción los primeros conocimientos aprendidos en la escuela, la hora del recreo, la vuelta a casa al salir de clase, la alegría de la merienda, las ganas imparables de correr y correr —o de dormir y dormir—, los primeros amigos, tal vez el primer amor, la lectura de tebeos o de libros ilustrados, los juegos compartidos y quizás el inicio de la pasión por algún deporte, o por el cine, la música o la literatura.
Y también solemos recordar muy especialmente, como recalcaba nuestro autor, las nevadas de la infancia, sobre todo si, como en nuestro caso, hemos vivido muy pocas. En nuestra memoria, esas nevadas «quedan fijadas con la misma nitidez que el día de nuestra Primera Comunión, tal vez porque la nieve, como la Primera Comunión, interpela nuestra inocencia ya extinta, golpea en la aldaba de una puerta clausurada que en otro tiempo se franqueaba, para mostrarnos tesoros de inabarcable deleite», proseguía De Prada en su artículo. En la infancia, es cierto, solemos ser felizmente conscientes de que muchas cosas o muchas emociones las experimentamos por vez primera. Son todas ellas vivencias cuyo recuerdo en ocasiones nos acompañará luego durante el resto de nuestra vida, aunque en aquellos momentos aún no seamos conscientes de que efectivamente será así.
Es posible que, como concluía De Prada, el mundo cotidiano actual de muchos de nosotros sea esencialmente «angosto» y «previsible», si bien ese mundo convive cada día, como también reconocía nuestro escritor, con el mundo de quienes ahora mismo son niños, que es un mundo «de incesante novedad y algarabía» regido «por la impremeditada brisa del milagro», un mundo «dispuesto a dejarse descubrir y conquistar». Yo sólo añadiría, quizás, que si como adultos entendemos todavía hoy todo lo que esas palabras últimas significan, tal vez sea porque, por fortuna, la mayoría de nosotros no dejamos nunca del todo de ser niños ni de emocionarnos cuando vemos de nuevo llover o nevar.