Los cuatro de Rotterdam

Irene me ha enviado una foto del fin de semana pasado. Es una de esas imágenes que mi hija encontrará por ahí dentro de veinte años, y la enviará de inmediato a sus protagonistas. Son cuatro, tienen 21 años y están sentados sobre la hierba de un parque. Se conocen desde niños, cuando compartían aula y patio de juegos en un colegio de Palma. Todos lucen esa belleza insultante propia de la edad y unas sonrisas a juego con un mediodía soleado de finales de verano. Después de un tiempo sin verse, se enviaron unos whatsapps y quedaron para encontrarse al día siguiente. Estando los cuatro a miles de kilómetros de Mallorca la casualidad quiso que les separara poco más de una hora de tren.

Max, el único chico, estudia ingeniería aeroespacial en Southampton. Su padre es belga y su madre inglesa, y estos días está de viaje conociendo los Países Bajos. Jessica estudia ingeniería mecánica en Delft, la bellísima ciudad neerlandesa que vio nacer al pintor Johannes Vermeer. La madre de Jessica es italiana, y su padre holandés. Mi hija Irene anda de Erasmus en Tilburg, otra ciudad universitaria cerca de Eindhoven. Por último, María ha terminado un grado de psicología en Londres. Sus padres son médicos, él es brasileño y ella de Madrid. María está empezando un máster en Rotterdam, y es en esa ciudad precisamente donde se encontraron y se tomaron la foto junto a la estación Blaak.

Aclaro que ninguno de estos chicos con pasaporte español son descendientes de millonarios. Sus padres pertenecen a esa clase media acomodada que lo más valioso que les dejarán en herencia a sus hijos es una formación para que prosperen en un entorno laboral cada vez más complicado y exigente. Son familias que han decidido dedicar una parte de sus ingresos a mejorar esa educación. Y lo han hecho renunciando a otros gastos, claro, como ocurre siempre que los recursos -en este caso el dinero- son limitados.

Se acaba de publicar un informe que afirma que Palma es la ciudad de España en que más tiempo cuesta ahorrar el 20% necesario para dar la entrada de un piso. Teniendo en cuenta el salario y el precio medio de la vivienda en la capital de Mallorca, un joven necesitar trabajar 16 años para poder afrontar la compra de un inmueble. Les siguen en ese ranking lamentable Barcelona, Valladolid, San Sebastián, Pamplona y Madrid, todas por encima de 14 años. Ustedes pensarán que las ciudades citadas son especialmente caras, pero es que en Orense se necesitan 10 años, en Albacete 9 y en Algeciras 8.

Los chicos de la foto no conocen este informe, pero me resultó bastante desolador charlar con mi hija por teléfono y escuchar que en principio, ya antes de finalizar su formación universitaria, ninguno de los cuatro se plantea su futuro profesional en España. La vida da muchas vueltas, pero su punto de partida laboral lo sitúan todos en el extranjero. No se trata de otorgar valor estadístico al dato, pero en un país deberían sonar todas las alarmas cuando el talento joven comienza a salir en tropel, o al menos piensa en hacerlo. Es el futuro próspero de la comunidad yéndose por un sumidero.

Hay que aclarar que estos cuatro chavales no son excepciones. En España hay miles como ellos. Se les ve menos que a los que van enseñando el calzoncillo por debajo del pantalón caído en mitad del botellón. Son menos famosas que las instagramers o las pedorras de los realities. Y hacen menos ruido que los del reguetón a todo volumen en la playa. Pero son muchos, silenciosos, y sueñan con un proyecto de vida independiente antes de cumplir los cuarenta. No se trata de que emigren por necesidad, como sucede hoy con tantos sanitarios o arquitectos, por ejemplo. Lo tremendo, además de un despilfarro, es que ya solo sueñen en inglés, francés o alemán.

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