Los cerros de Úbeda
jueves 16 de enero de 2014, 09:09h
La sociedad actual -no sólo la española- padece el síndrome del exceso de información, agravado por la emergencia de las redes sociales, auténtico circo donde se exhiben las opiniones más variadas y también las más descerebradas. Así que, con semejante menú informativo, sólo un gourmet debidamente formado sabrá separar el grano de la paja o, lo que es lo mismo, la verdadera noticia del chismorreo más intrascendente.
Afirmo, pues, que queda empíricamente demostrado que, en materia informativa, nuestras sociedades son más bien clientes asiduas del peor fast-food.
En Francia, sin ir más lejos, lo que tiene entretenida estos días a la opinión pública es si el presidente de la República tiene un asunto con una actriz, y si su hasta ahora pareja, la periodista Valérie Trierweiler, ha debido ser hospitalizada al conocerlo por la prensa. Hasta 700 medios de comunicación acreditados en la última rueda informativa de Hollande, que tuvo que esquivar las preguntas sobre su vida personal, como si se tratase de una cuestión de estado.
A ca nostra tampoco nos libramos de culebrones, pues resulta que el debate acerca de la declaración de Cristina de Borbón en los juzgados de Palma no es el de qué preguntas deberá responder ante el juez Castro, sino si debe bajar a pie la rampa para solaz del respetable y escarnio de la imputada. He oído, incluso, que se argumenta que sí debe bajarla, bajo el sofisma de que todos debemos ser iguales ante la ley. ¿Pero, qué bobada es ésta? El ya bautizado como paseíllo no deriva de ninguna obligación legal, sino de la escasa previsión de quien ubicó los juzgados en un antiguo colegio sin procurarle un acceso discreto y directo para los detenidos e imputados, que acuden a declarar, no a que los insulte la plebe. Las penas infamantes son propias de la edad media, o de regímenes totalitarios islámicos, que vienen a ser lo mismo. Ocurre, sin embargo, que, desde algunas instancias públicas de este envidioso y bronco país nuestro, muchos han sido los que han jugado a que los políticos de todo color acusados de corrupción tuvieran que sufrir, además de la preocupación propia de quien está siendo imputado por presuntos delitos, las iras más o menos racionales de los ciudadanos. Y ello se hacía no sólo obligándoles al paseíllo de marras, sino incluso esposándolos mano a mano con chorizos de poca monta -so pretexto de interpretaciones auténticamente fascistas de textos reglamentarios sobre el traslado de detenidos-, de forma que no se trataba tanto de cumplir un mero trámite, como de humillar al imputado. Curiosamente, esto no ocurría cuando el reo era uno de los suyos, entonces se hacían ímprobos esfuerzos para proteger sus derechos de presunto inocente, como debiera ser con todo el mundo, incluida Cristina de Borbón, por graves que sean los delitos investigados.
Qué diantre importará si la hija del rey accede al juzgado en coche o en helicóptero, a pie o en silla gestatoria. Lo relevante es que, tras una cruenta batalla jurídica del juez de instrucción y la acusación popular contra la triple defensa de la infanta, ésta va a tener que someterse a las preguntas de las partes para que la causa comience, al fin, a seguir los derroteros habituales de una investigación judicial al uso. Tampoco son relevantes -por más que alimenten el morbo del caso, como si no hubiera suficiente- los epítetos y alusiones que se brindan entre sí el fiscal Horrach y el juez Castro en sus escritos. A mi juicio, pura escenografía de reality barato.
A la postre, resulta cada vez más difícil entresacar, de entre tanta basura, alguna noticia que contribuya a satisfacer el derecho constitucional a la información. Preferimos, como Álvar Fáñez, perdernos por los cerros de Úbeda.