Desde hace unos años, el trikini está de moda. Tanto, que incluso he descubierto que existe ya también una versión masculina para los caballeros más osados y deportistas, lo cual por ahora aún no es mi caso. Para definirlo, se suele decir que el trikini es menos que un bañador femenino y más que un bikini, aunque yo diría que sólo un poco más.
Este pasado verano, paseando por las playas de es Molinar o de Ciutat Jardí, uno podía ver cómo los trikinis competían ya casi en igualdad de condiciones con los bañadores más clásicos y elegantes, pues a pesar de los sofocantes calores del reciente estío, turistas y residentes mantuvieron mayoritariamente un cierto decoro mínimo indumentario.
Aun valorando mucho la modernidad sofisticada del trikini, en las cosas del vestir mis preferencias suelen decantarse sobre todo por los estilos más tradicionales o incluso con un cierto halo vintage. Quizás ese sea uno de los principales motivos por los que me gustan tanto las películas de época de mis admirados Luchino Visconti o James Ivory.
En el caso concreto de los bañadores, mis predilecciones estéticas se han inclinado desde siempre por los trajes de baño que portaban nuestros tatarabuelos. De aquel mundo playero hoy ya del todo extinguido me fascinaban también el colorido de las casetas de baño y la variedad de los sombreros, los trajes o los vestidos que se llevaban.
Cuando de joven veía imágenes de aquella época, una de las cosas que invariablemente llamaban también mi atención era que nuestros tatarabuelos solían ir más abrigados en aquellos veranos playeros de inicios del siglo XX que nosotros ahora cuando llega el otoño. Hoy mismo, sin ir más lejos, sólo llevo una camisa, unas sandalias y un pantalón.
También me encantaba la compostura de nuestros tatarabuelos sobre la arena y la distinción con que posaban para los fotógrafos. El único reparo que pondría a esos posados pioneros sería que eran quizás extremadamente recatados, aunque también es verdad que hoy pecan quizás por exceso los que podemos ver abriendo las revistas del corazón.
Personalmente, he de decir que no he sido nunca muy playero. Quizás ese sea el principal motivo por el que desde hace años me gusta más ir a la playa en otoño o invierno que en verano. Adoro el sol y la luz otoñal, y esa serenidad y esa quietud como de otro tiempo, casi decimonónica. Siempre he sido, lo reconozco, un poquito decadente.