Llega el fin de año, el solsticio de invierno, el nacimiento del Sol, la Natividad de Jesús y el necesario reset que todos o casi todos nos aplicamos cuando llegan estas fechas, con uno u otro motivo.
El frío, cada vez más extraño y efímero en nuestras latitudes, invita a toda la tribu a reunirse en torno a un simbólico fuego -aunque sea el de un calefactor o una estufa de butano- y una mesa para compartir juntos los estertores de la larga noche invernal y la esperada victoria de la luz sobre las tinieblas, que tan bien supieron encajar los primeros cristianos entre sus celebraciones, como hicieron con el resto de fiestas paganas, a las que dotaron del simbolismo propio de la nueva fe.
La Navidad nos retrotrae a lo más atávico de la especie humana, la imperiosa necesidad de sentirnos juntos en la oscuridad, de mostrar nuestro afecto con abrazos, con conversaciones, compartiendo los alimentos, o entregándonos obsequios cargados de amor, algo que seguramente, de una u otra forma, practicaron todos nuestros ancestros.
Los argumentos de quienes rechazan el espíritu navideño, que obviamente respeto aunque no comparta, se centran en reprochar que se trata de una celebración que es patrimonio exclusivo de una religión -conclusión que ya hemos visto que es completamente errónea- y en la que un desatado consumismo eclipsa todo lo demás.
Y, sin embargo, sigo pensando que, tras ese innegable y desenfrenado fenómeno comercial, sigue prevaleciendo lo espiritual, ese sello tan propio y exclusivo de nuestra especie, el de la exaltación de los lazos familiares, de la amistad, y de la trascendencia que surgió cuando, en una noche invernal, aquel primer humano contempló la bóveda celeste y se preguntó qué hacía aquí.
Por ello, me confieso forofo de estas fiestas.
Fue muy fácil para los cristianos santificar ese espíritu y conseguir identificar el nacimiento del Sol Invictus de Aureliano con el de su Mesías.
Aunque lo material no consigue soterrar lo espiritual, es completamente cierto que gastar desaforadamente no aporta nada a la celebración, como lo es que los más pequeños de la casa acaban emocionalmente anestesiados ante el cúmulo de regalos que se les acostumbra a obsequiar en estas fechas. No estaría de más que aplicásemos racionalidad y mesura a la hora de transformar nuestros sentimientos en bienes materiales. El afecto no ocupa espacio, cabe en los objetos más minúsculos y también en los más económicos, incluso viaja igualmente en un beso, en un achuchón o en el mero transcurso del tiempo compartido.
Y eso es lo que de verdad importa. Sean felices.