Hoy les voy a hablar de algo relacionado con mi profesión: las leyes. Hay leyes redactadas con lo que los juristas llamamos buena técnica legislativa, es decir, precisas y que no dan lugar a muchas controversias, y otras oscuras o contradictorias, que por un lado nos complican la vida, pero por otro nos proporcionan trabajo a los abogados. No hay mal que por bien no venga.
Pero más allá de la técnica, hay normas que facilitan la vida económica y social, y otras que constituyen verdaderos obstáculos y que por tanto limitan el desarrollo del país. Hay normas que simplemente especifican o concretan lo que se deriva de la propia naturaleza de las cosas, y otras que imponen decisiones arbitrarias producto de la decisión del legislador. Hayek lo llamaba orden espontáneo frente a orden creado, kosmos y taxis, en griego, refiriéndose no sólo a las normas, sino a toda suerte de fenómenos, como el lenguaje o la moral. Y ya saben que Hayek era un firme defensor del orden espontáneo. Veamos algún ejemplo.
El artículo 1.255 del Código Civil español de 1889 recoge el llamado principio de autonomía de la voluntad: “Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público.”
He aquí una norma clara, concisa, armoniosa: cada uno puede pactar lo que quiera, mientras no sea ilegal, inmoral o altere la pacífica convivencia. Ello es consecuente con la libertad del ser humano, y se venía haciendo de hecho desde tiempos inmemoriales: el comercio, los contratos libremente consentidos, surgen espontáneamente con la civilización. La norma sólo concreta formalmente lo que ya venía aconteciendo de hecho.
Veamos ahora un ejemplo de lo contrario. Artículo 9.1 de la Ley de Arrendamientos Urbanos: “La duración del arrendamiento será libremente pactada por las partes. Si esta fuera inferior a cinco años, o inferior a siete años si el arrendador fuese persona jurídica, llegado el día del vencimiento del contrato, este se prorrogará obligatoriamente por plazos anuales hasta que el arrendamiento alcance una duración mínima de cinco años, o de siete años si el arrendador fuese persona jurídica, salvo que el arrendatario manifieste al arrendador, con treinta días de antelación como mínimo a la fecha de terminación del contrato o de cualquiera de las prórrogas, su voluntad de no renovarlo.”
El primer inciso era perfecto: lo que pacten libremente las partes. Pero luego el legislador impone una duración mínima de cinco años, ¡o de siete para ciertas personas!, porque a Sánchez le place. ¿Y si arrendador y arrendatario coinciden en pactar un año y sólo uno, porque conviene a ambos? Ah, no, ni hablar. E igual que ahora ponen cinco o siete, otro día obligan a prorrogar indefinidamente los alquileres, como Franco con la renta antigua. La libertad de los contratantes desaparece junto con los derechos de los ciudadanos, y el mercado se ve distorsionado, con graves efectos para toda la sociedad.
Éste es un ejemplo muy sencillo. No quisiera reproducir aquí el reglamento del IVA o alguna directiva comunitaria, pues ha habido casos de serias lesiones oculares, por no hablar de las enfermedades mentales. A mis clientes cuando me obligan a aventurarme a estudiar tales engendros les aplico un plus de peligrosidad.
Me da mucha rabia cuando se critica una norma solamente por sus años de vigencia. La codificación del XIX constituyó un gran esfuerzo por clarificar y simplificar nuestras leyes. Comparada con la situación actual, la de entonces, e incluso la de cuando yo estudié, era un paraíso de claridad y simplicidad liberal. Desde entonces las autonomías y la UE se han unido al legislador nacional para sumergirnos en un auténtico maremoto (abajo el tsunami) legislativo donde hasta a los juristas nos cuesta orientarnos. No es sólo la cantidad de normas, sino que todo, absolutamente todo, se regula, y casi siempre mal, claro.
Da pena explicarle al pobre empresario que heroicamente se dispone a montar una empresa que tiene que cumplir, aparte de las leyes civiles y mercantiles, que es normal, con la Prevención del Blanqueo de Capitales, la Protección de Datos Personales, la Prevención de Riesgos Laborales, y un largo etcétera, con la conclusión de que la pequeña empresa no tiene más remedio que resignarse a incumplir la ley, y que sea lo que Dios -y el poder- quieran, por falta de medios para pagar los distintos asesores necesarios. Esta maraña legal tiene un coste incalculable para todos, pero no se ve: es todo lo que podríamos haber hecho con el tiempo y recursos que se nos va en cumplir normas absurdas. Pero claro, es más fácil seguir dictando leyes que queden bien en los medios, que la labor ardua y poco visible de la codificación.
Ya se lo aconsejó Don Quijote a Sancho: pocas leyes, pero que se cumplan.