Siempre que leo o escucho en los medios alguna noticia alegre o positiva, me suele dar un pequeño subidón. Por ello mismo, últimamente estaba algo más decaído y melancólico que de costumbre, hasta que, por fortuna, ayer por la mañana me recuperé ya casi por completo.
Mi prodigioso restablecimiento físico y mental obedeció a que pude leer que Barack Obama y Michelle Obama habían decidido apoyar explícitamente a Kamala Harris en su recién iniciada carrera para ser la futura inquilina de la Casa Blanca, tras la renuncia a la reelección del bueno de Joe Biden.
Esta es la segunda gran alegría que me dan Barack y Michelle en los últimos quince años. La primera me la dieron en 2010, cuando el entonces nuevo presidente de Estados Unidos decidió redecorar su recién estrenado lugar de trabajo, el Despacho Oval.
Al parecer, Barack no era muy partidario de hacer cambios en su «oficina» de Washington, pero su mujer finalmente le convenció.
De hecho, creo que si exceptuamos a mi admirado Jimmy Carter, que durante su único mandato no cambió ni siquiera los pequeños ceniceros de cristal de las mesas, desde hace más de un siglo la llegada de cada nuevo presidente ha supuesto casi siempre pequeñas transformaciones decorativas en la Casa Blanca.
Esta cuestión es, en el fondo, tan importante, que incluso las publicaciones más prestigiosas reprodujeron en 2010 fotografías del Despacho Oval de cuando George W. Bush era presidente para compararlas con imágenes del mismo lugar con su sucesor ya dichosamente instalado.
Gracias a esas fotografías, pude constatar que los nuevos sofás y los novedosos sillones, así como las lamparillas y la original alfombra, me gustaban más que los antiguos muebles de los Bush, pues le daban al despacho un tono como más luminoso y alegre. En cambio, el papel pintado que los Obama habían decidido colocar en la pared no me acababa de convencer del todo.
Me fijé igualmente en que Barack había cambiado además la silla de su escritorio, lo cual me pareció asimismo muy bien, pues lo verdaderamente importante cuando uno está en su lugar de trabajo es sentirse bien, relajado y a gusto, aunque pueda tratarse de un empleo más o menos temporal.
En el caso del presidente de Estados Unidos, esa comodidad y esa relajación es aún más necesaria e importante si cabe, sobre todo si uno tiene que pasarse casi todo el día intentando arreglar su propio país e incluso a veces también la mayoría de países del resto del mundo, mientras despacha al mismo tiempo con sus colaboradores más cercanos y recibe casi sin parar a visitantes ilustres.
Me imagino también a los sucesivos mandatarios norteamericanos casi continuamente al teléfono, impidiendo conspiraciones, promoviendo acuerdos o hablando con la CIA, el Pentágono, el Tesoro y los principales dignatarios del planeta, incluidos a priori nuestros más o menos queridos presidentes del Gobierno.
Con todo, estoy seguro de que debe de haber también momentos un poco más sosegados y tranquilos en el Despacho Oval, por ejemplo a primera hora de la tarde, cuando lo que seguramente más apetece es poder tomarse un té o un café mientras uno contempla, meditativo, el hermoso jardín del Ala Oeste de la Casa Blanca.
Ojalá Kamala Harris ocupe a partir de enero de 2025 ese mismo espacio. Mi felicidad sería entonces ya plena, o casi, con independencia de que ella y su marido decidieran redecorar o no su mítico e inmortal despacho.