La muerte sin descendencia de Carlos II conllevó el final de la Disnatia de Habsburgo en el trono español, instaurando la Casa de Borbón en la persona de Felipe V. Entre los costes del acceso a la corona del primer Borbón, amén de una notable erosión de la diversidad política y cultural, se cuenta la pérdida de territorios como Flades, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Menorca y Gibraltar. Así, los inicios borbónicos no estuvieron en consonancia con el concepto de unidad.
La tónica continúa con los Borbones que le han ido sucediendo, dejándose por el camino Dominica, parte de Estados Unidos, Trinidad y Tobago, Paraguay, Colombia, Ecuador, Guatemala, El Salvador, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Panamá, Uruguay, México, Chile, Venezuela, Bolivia, Argentina, República Dominicana, Perú, Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Nueva Guinea y el Sáhara Occidental. Este último territorio en 1976 con el dimisionario Juan Carlos I, protagonista de la tercera restauración de la Dinastía Borbón, en el trono.
Aún con estos precedentes, nada impide que, amparándose en la legitimidad histórica de la dinastía, hoy ocupe el trono de España Felipe VI simbolizando, según el artículo 56 de la Constitución, la unidad y permanencia. Lo curioso del caso es que la incongruencia parece no chirriar en la lógica mayoritaria.