Pueden ver la foto de entonces y la de hoy. 30 años separan a las mismas personas. Tres décadas han transcurrido entre los alumnos del colegio palmesano Luis Vives de 1987 y las personas en quienes se han convertido hoy. Han rememorado tiempos pretéritos fotografiándose en el mismo lugar en la rampa de acceso al patio del centro tal y como hicieran de niños. Carlos Serra, uno de ellos, dirige una emotiva carta a todos y cada uno de ellos.... Y a Juan Moll, uno de los profesores mas queridos del colegio.
CURSO DE 1987
Gracias, Ana Feuerbach, por abandonar al compañero de clase por el que me dejaste, para que yo me pudiera recuperar emocionalmente; gracias, José Antonio Palma, por compartir tu colección de cine anatómico, para poder preparar mejor los exámenes de Ciencias Naturales; gracias, María Jordá, por arrearme un guantazo en aquel cumpleaños de Marta Martínez en el que fingí un tropiezo para arrojarme en tus brazos; gracias, Silvia Sbert, por ayudarme a acabar un trabajo de plástica, en clase y a contrarreloj, en lugar de aprovechar el tiempo para retocar el tuyo; gracias, Julián Ferragut, por tener una hermana que cortaba el aliento y un skate cuyos ecos aún perduran en el paseo Mallorca; gracias, Deborah Martorell, por no ser tú la que nos delataste a Carlos Manera y a mí por lo que tú ya sabes...; gracias, Carolina Terrasa, por tu comprensión en aquella ocasión en la que me cediste tus Plastidecor y me perdonaste por haberte partido el azul (puede que fuera el verde); gracias, Jaime Palmer, por no dejar tuerta a Luisa Azpeleta; gracias, Daniel Terrasa, por enseñarme lo que es un grado Dan; gracias, José Juan, por no venir a amargarnos el reencuentro; gracias, Iván Martínez, por asumir noblemente las disculpas que no te correspondía dar; gracias, Marta Moyá, por ser la primera de la clase que tuvo bolso; gracias, Christian García, por invitarnos a chicles Cheiw de menta, a toda la clase, por tu décimo cumpleaños; gracias, Luisa Azpeleta y Martín Mestre, por vuestra confortable compañía cuando regresábamos a casa por las tardes, tras una dura jornada escolar de 08:50 a 17:00; gracias, Roberto Sánchez, por hacer llevaderas las clases de matemáticas con el gallego; gracias, Cati Mora, por la bondad de preocuparte siempre por el prójimo; gracias, Daniel Ruiz, por regalarme el libro de Teo en la granja que ahora les leo a mis hijos; gracias, Toni Trobat, por haberme invitado tantas veces a Es Capdellà para ligarnos a aquellas hermanas calvianeras que nunca nos hicieron abandonar la esperanza de renovar nuestros fracasos; gracias, Neus Gilet, por decir que te gustaba mi pelo; gracias, Marta Martínez, por haberme invitado al cumpleaños en el que María Jordá me arreó el tonificante guantazo; gracias, Miguel Moyá, por representarnos en aquel programa de Telecinco que presentaba Emilio Aragón (que tus padres grabaron en VHS) y en el que no paraban de pronunciar mal tu apellido; gracias, Elisa Moragues, por dejarme un compás para hacer un ejercicio de dibujo técnico o para clavárselo a Christian Garcia, no lo recuerdo bien; gracias, Javier Ferrer, por dejarte abandonar por Ana Feuerbach para que yo me pudiera recuperar emocionalmente; gracias, Eva Sicilia, por tu virtuosa, elegante y ejemplar discreción, que ha dado paso a una mujer espectacular; gracias Guillermo Vidal (Pitus) por no escogerme el último cuando elegías equipo de fútbol (me escogías el penúltimo, cabrón); gracias, Isabel Vey, por haberte adelantado varias décadas a la moda retro; gracias, Baltasar Socías, por representar con honor a la gente de Montuiri; gracias, Sandra Vidal, por haber tenido siempre una sonrisa para todo el que la necesitaba; gracias, Savina Pascual, por todo lo bueno que ahora no recuerdo pero seguro que hiciste; gracias, Jesús Pérez, por renunciar a echar un pulso, si yo renunciaba a echar una carrera; gracias, David Colom, por recordarnos las declinaciones antes de los exámenes de Latín; gracias, Bruno Alonso, por cobijarnos de la incómoda luminiscencia solar de los días despejados; gracias, Mariet Alcina, por ser mi compañera de clase más sigilosa durante las lecciones, motivo por el que pude escuchar y aprender muchas cosas y volverme un chico de provecho; gracias, Elena Aguilar, por ser la primera de la clase (por orden alfabético) y la primera en ofrecerme conversación cuando aterricé por primera vez en el colegio; gracias, Yolanda Moral, por tu sonrisa y por no chivarte nunca de ninguna gamberrada que perpetrara con Carlos Manera; gracias, Carlos Manera, por compartir condenas en el calabozo de la Biblioteca, por haberme recordado que incluyera a Natalia Cubells en este escrito y por habernos reunido, 30 años después, para recordar un tiempo en el que los niños jugaban con otros niños y disfrutaban de experiencias reales, con un balón de fútbol, una comba, unas canicas o una simple charla sin intermediarios, sin alienantes anestesias de reflejos grises y tarifa plana.
Y muchísimas gracias, Juan Moll, por enseñarnos que el cachondeo, la disciplina, el aprendizaje, la camaradería y la ilusión caben en la misma aula; que la vida es un relato intenso que hay que vivir como si estuvieras dispuesto a repetir mil veces 5º de EGB (esto es un plagio de la metáfora nietzscheana del eterno retorno, je, je); que los recuerdos amables de la infancia existen para contrarrestar las zonas umbrías de la conciencia ya adulta; que ir al colegio cuando tienes a Juan Moll de tutor es infinitamente mejor que quedarse en casa en pijama, leyendo cómics, viendo películas y comiendo en la cama. Décadas después, tu carisma e influjo intemporales nos han conducido a cruzar de nuevo las puertas del colegio para rememorar la nostálgica atmósfera de tiza y pizarra, el venerable pánico a las fechas de examen y el ruido del papel de plata que anticipaba nuestros breves momentos de ocio a media mañana. Colocados en la misma posición de aquel entonces, con algún relieve delator y alguna repisa despejada, pero con idéntico brillo en la mirada, una nueva instantánea de aquel grupo de 5º B vuelve a testimoniar, 30 años más tarde, aquel imborrable curso que nos pasó en un suspiro y que nos hermanó para siempre en el recuerdo de la inmensa fortuna de haberte tenido como tutor y mentor.
Mis 14 años de formación en el colegio Luis Vives son, en mi memoria, una extensión de aquel 5º de EGB al que mis recuerdos me hacen regresar con incandescente nostalgia.
Son las 8:50 de una mañana de invierno de 1987. Hace frío. Con 10 añitos a nuestras espaldas y al ritmo de los primeros acordes de alguna canción del álbum BAD (de Michael Jackson, publicado ese mismo año) resonando en los altavoces del patio, apuramos las últimas conversaciones y vamos entrando en clase, en fila y en silencio. Colgados los abrigos y ocupados los asientos frente a los desgastados pupitres, nuestro admirado y barbudo profesor pasa lista. Al escuchar nuestro nombre, contestamos: ¡presente! Siempre presente, querido profesor, irrepetible Juan Moll. Inolvidable curso del 87.