En mis años mozos, allá por la oscuridad de los tiempos, la modernidad sólo alcanzaba a asomar la cabeza. Mis abuelos (mis abuelas, porqué a mis dos abuelos les mató la guerra y una angina de pecho, respectivamente) vestían de luto riguroso. Como los teléfonos, como el Régimen, como el café de contrabando, como la vida misma.
En casa teníamos teléfono, todo un lujo; no todo el mundo podía decir lo mismo. Mi padre lo utilizaba mucho para su trabajo. Para los demás de la familia, sólo servía de adorno, como las leonas del Born, en Palma. El auricular era enorme, como para dos orejas. El sonido retumbaba y uno pensaba que el yunque o el martillo se irían al garete a la segunda frase del interlocutor.
In illo tempore todo era muy lento; el teléfono también. En la mecánica técnica de la época, no existía autonomía, que permitiera provocar llamadas de vocación personal. Se tenía que pasar, obligatoriamente, por una operadora. Yo no sé cómo eran las operadoras –nunca había visto a ninguna de cuerpo presente- pero siempre me las imaginé gordas; gordas y vestidas a topos, con el pelo recogido en un moño y un tirante de la combinación asomando por el hombro; y con gafas de concha de color muy indefinido.
Mi padre decía: “señorita: quiero un número”. Y la operadora le requería: “¿de dónde?” A lo que mi padre respondía raudo: “de Cáceres” (para poner un ejemplo). Se producía lo que años más tarde se llamó el juego del “veo, veo, ¿de qué color? ¿con qué letrita? etc. En aquel momento, invariablemente, la señora presuntamente enfocada (de foca) soltaba, como quién no quiere la cosa: “uy! Cáceres tiene demora!”. “¿Cuánta demora?”, inquiría mi progenitor. “Seis horas: Cáceres, seis horas”. Ahí, justo en este momento, yo aprendía, de memoria, todos los nombres y situaciones delicadas de la Sagrada Biblia, sin esfuerzo alguno; eral la forma que tenía mi padre de opinar sobre la demora con Cáceres (para poner un ejemplo) rezando al revés. Mi señor padre, con las canas erizadas y una ira violenta enrojeciendo sus ojos, entregaba su personalidad al azar de los dioses. No era por Cáceres: era por todo y por las madres que, respectivamente parieron a las gorditas señoritas operadores; digo señoritas porque no las veía casadas, un servidor.
En los pueblos –en alguna tienda o casa particular- existía lo que se llamaba “centralita”: un lugar donde se aposentaba un señor o señora, delante de un panel con muchos cables y muchas clavijas y que tenía como objetivo, conectar, telefónicamente, a los vecinos entre sí o bien con el resto del mundo. Normalmente, era de sobras conocido que los “telefonistas” escuchasen todas las conversaciones (igual que los carteros, que siempre han abierto todos los sobres de las cartas, por sentido común y por puro cotilleo, lógico y disculpable, no faltaría más).
En mi pueblo, el telefonista se llamaba Jaime. En aquel momento, su personalidad psicológica era conocida con el nombre –hoy, políticamente incorrectísimo- de “tonto del pueblo”. Él, sabedor de sus carencias intelectuales, solía repetir a todo aquel que quisiera escucharle: “Eh! Que yo no soy gilipollas de nacimiento, ¿vale? Que esto mío se debe al cinturón de mi padre, que era muy estricto conmigo…”
Jaime, como telefonista, tenía un plus: no sólo escuchaba/espiaba a los distintos interlocutores, si no que, además, intervenía. De tal manera que si una persona de fuera del pueblo le preguntaba a una vecina si el domingo había llovido, y la vecina le respondía: “uy, sí, Marta, llovió a cántaros!”, Jaime, el supertelefonista, con una voz nada forzada y sin disimulo ni vergüenza, replicaba: “bueno, señora, a ver, llovió, sí, pero nada, cuatro gotas…”
Jaime, un buen día estaba apoyado en la pared de la “centralita”, algo pensativo y taciturno. Le pregunté que cómo andaba y, con ojos achinados (un punto de ironía) me comentó: “todo el mundo cree que soy tonto y, hoy mismo, han querido timarme en la ciudad. Resulta que el próximo sábado, mi sobrino celebra su Primera Comunión. He ido a una casa de fotografía y he comprado cuatro rollos de película para tirar unas fotos. Cuando he regresado, mi hermana me ha dicho que soy un imbécil, que me han vendido rollos caducados desde hace muchos años. ¿Sabes que pienso? Que los gilipollas son ellos, los de la tienda: se van a joder porqué no pienso tirar ni una puta foto!”.
Tras esa brillante explicación –y oyendo el clásico sonido de una llamada entrante- Jaime se encaró frente a la “centralita”. Viendo las lucecitas con dos números encendidos me dijo con rara discreción: “pasa, pasa: es doña Rosa que llama a Pepe, el marido de Catalina! Se entienden, ¿sabes? Se va a armar un buen pitote…Ven, ven, que lo vamos a oír…¡verás tú que pollo...!
Eran los tiempos del famoso chascarrillo madrileño: un señor solicita a una operadora que le ponga con un número: “señorita, póngame con un número de Madrid”. “¿Qué número quiere?”. “¿Qué números tiene?”.