Confieso que esta semana he sido un mal ciudadano. He cogido un avión para ir de vacaciones y anoche comí un delicioso entrecot de ternera en Ca’n Torrat. Dos hechos que, según nos recuerdan, aceleran el cambio climático. Ahora que casi todo se relaciona con esta disrupción meteorológica a escala planetaria, hay que pensar en cómo nuestros actos lo favorecen o no. Según nos dicen, la alimentación es uno de ellos.
El cambio climático es cosa seria. Los ha habido durante toda la historia y han sido provocados por varios factores. Esta vez la acción del hombre hace que la concentración de gases invernadero provoque las olas de calor que estamos sufriendo cada año con mayor intensidad.
Esta semana hemos conocido los resultados del informe sobre el uso de la tierra y el cambio climático del IPCC (Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático de la ONU) y las que han salido mal paradas han sido las pobres vacas.
Que las flatulencias que producen las reses, cargadas de metano, son una de las principales causantes del cambio climático, ya lo sabíamos. El problema es que cada vez hay más vacas porque cada vez hay más gente en el mundo que come de su carne, utiliza su cuero o bebe su leche. Por eso nos dicen desde la ONU que comamos menos bistecs o hamburguesas.
Las pobres vacas emiten gases nocivos en cantidad pero es que, además, son los animales con mayor huella hídrica, esto es, los litros de agua que se necesitan para producir un kilo de su carne. Si producir un kilo de patatas requiere 555 litros de agua, un kilo de ternera, en la cúspide del ranking, necesita la friolera de 18.800 litros de agua.
Vamos, que además de generar gases que elevan el calor y reduce las lluvias, las pobres vacas se llevan la mayor parte del agua que cae del cielo antes de meterse en nuestro plato. Que malos bichos.
¿Entienden ahora por qué el entrecot que me comí anoche me hizo sentirme mala persona?
Mi aportación al planeta será pasarme al pollo que “cuesta” 4.805 litros por kilo. Vale, comeré menos hamburguesas pero, por favor, no me quiten todas las vacas que me quedo sin postres, batidos, queso, yogur, helado y, sobre todo mi tazón de leche con Cola Cao. Eso sí que haría la vida muy dura.
La leche está presente en casi toda nuestra alimentación. Hasta que no se tiene cerca un intolerante a la lactosa no se conoce la verdadera presencia de la leche en toda nuestra alimentación diaria. Hasta algunos tipos de jamón york, hot dogs o masas de pizza contienen leche. Sin la leche tendría que cambiarse la industria alimentaria occidental.
Entonces ¿qué sentido tiene hacerse vegetariano o pasarse al pollo si las vacas van a seguir existiendo aunque sea como productoras de leche? Cierto que si no se consumiera su carne, bastaría que hubiera menos cabezas de ganado vacuno en el mundo pero seguirían estando ahí, emitiendo flatulencias y consumiendo mucha agua. La demostración viene dada por los excesos en la producción de leche de algunos países y por su huella hídrica. Para producir un litro de leche, tan solo se necesitan 1.330 litros de agua. Un 7% de lo que cuesta en términos hídricos un kilo de carne de ternera.
Para combatir el cambio climático, mejor nos centramos en otras actividades más nocivas y más prescindibles que las vacas. Al fin y al cabo, las vacas siempre han estado ahí. A partir de ahora toca caminar más, coger más la bici o moverse más en tren o autobús. Y, en lugar de viajar por trabajo, hacer más Skypes.
Pero dejar de viajar en vacaciones es mucho pedir mientras la realidad aumentada no mejore. Para conocer las gentes del lugar y probar su gastronomía sí que requiere estar físicamente en el destino. Menos mal que hemos salvado la leche. La repostería francesa, los helados italianos o las salchichas alemanas seguirán ahí gracias a las vacas. Habrá que coger más el tren y menos el avión en vacaciones.