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Las sombras de la Constitución

viernes 07 de diciembre de 2018, 09:43h

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Dicen los de Més que la Constitución de 1978 se votó a la sombra del Ejército y la Iglesia y con miedo al franquismo, y que solo un 17% de la actual población la votó. Esto último, de ser cierto, convierte a nuestra Constitución en una de las más actuales de los países avanzados, puesto que las constituciones británica, estadounidense, italiana, alemana o francesa son muy anteriores. Naturalmente, la tesis en virtud de la cual las constituciones tienen que haber sido votadas por los supervivientes para mantenerse en vigor es solo una majadería más de los chicos de Més, que, por cierto, comparten con sus amigos de Podemos.

El Ejército español de 1978 era, fundamentalmente, una organización fuertemente ligada a la persona del fallecido dictador, quién puede negarlo. Aun así, el comportamiento de las fuerzas armadas durante y después de la Transición puede ser calificado sin lugar a dudas de modélico, pues, salvo pintorescos elementos contados con los dedos de las manos, el Ejército fue leal y disciplinado seguidor del cambio político, incluso aunque el proceso coincidiera con aquellos sangrientos años en que los asesinos leninistas de ETA y los GRAPO provocaron tantas víctimas entre sus filas.

El Ejército, en contra de lo que, con desprecio a la historia, proclaman torticeramente los de Més, no tuteló la Transición, sino que la asumió.

Formado en la lucha contra el bloque comunista, hubo de aceptar la legalización de todas las fuerzas políticas de esta ideología en 1977, no sin tensiones, claro, pero sin que eso les sacase de sus cuarteles ni alterase un ápice el curso del proceso. La disciplina de los ejércitos y la obediencia a las órdenes de su superioridad fue clave para desbaratar el golpe de estado de 1981, incluyendo gestos de honor y dignidad como el del Teniente General Gutiérrez Mellado en el Congreso, indeleble en la memoria de quienes presenciamos en directo aquellos hechos.

Esa es la sombra que el Ejército plasmó en la Constitución de 1978, y no otra.

La Iglesia, que como todos sabemos es el pimpampúm de la izquierda a poco que las cosas se les ponen feas, tuvo una influencia decisiva en la España de la Transición, pero no en el sentido que insinúan los llamados ecosoberanistas.

Que semejante mensaje provenga, además, de las filas del PSM, resulta indecente, puesto que gran parte de sus activistas surgieron y hasta hoy han seguido emanando del seno de colegios, seminarios, congregaciones y entidades sociales ligadas a la Iglesia católica, como Miquel Ensenyat y muchos otros militantes podrán atestiguar.

Entre otras cosas, la Iglesia contribuyó a preservar en nuestra tierra el amor por la lengua catalana y está ligada al trabajo social con los más desfavorecidos desde hace siglos, algo que una consellera como Fina Santiago no puede aparentar ignorar, pues aún hoy tiene que trabajar codo a codo con esa Iglesia a la que, con mensajes como éste, desprecia.

La Iglesia era, en 1978, un elemento de integración y cohesión social que facilitó, sin duda, que el mensaje de la necesidad de un cambio político fuese aceptado por una gran mayoría de la población. Esa fue su principal sombra sobre la Carta Magna.

Si la Iglesia española se hubiera opuesto a la Constitución, quién sabe qué hubiera podido suceder.

La Constitución nació a la sombra de muchas y muy diversas influencias, es cierto, pero la inmensa mayoría de ellas fueron positivas, porque se autolimitaron entre sí para favorecer la concordia.

La nuestra no es, por tanto, una constitución partidista, como, bien al contrario, lo han sido todas y cada una de las aprobadas en regímenes socialistas, sin que ninguna de éstas resista el más mínimo examen de calidad democrática.

Sobre nuestra Carta Magna planean también las sombras de la constitución republicana de 1931, la de los muertos de nuestra Guerra Civil víctimas de ambos bandos, los de las cunetas y muros de cementerios y también los de las checas; las Trece Rosas y Paracuellos del Jarama, y todos los demás muertos que cada familia guarda en su memoria; la sombra de activistas socialistas y comunistas de la resistencia al franquismo, de los republicanos exilados en México, en Estados Unidos, en Francia o en la URSS, de aquel gobierno de la II República en el exilio que se autodisolvió con la llegada de la democracia, de Carrillo, de la Pasionaria y de Alberti, y de Ramón Rubial, Nicolás Redondo y Marcelino Camacho, y de Tierno Galván. Y de tantos otros que, desde posiciones antagónicas, alumbraron aquel ejemplo para el mundo, porque eso fue nuestra Transición.

Ahora parece existir un mínimo acuerdo en que la Constitución precisa retoques, porque el despliegue de algunos aspectos ya no satisface a muchos ciudadanos de la España de 2018 y la sociedad y algunos de sus valores han cambiado. Ningún problema ha de haber para que, desde la altura de miras y la búsqueda del bien común, se consensúen reformas, que la propia Ley de leyes prevé.

Pero aprovechar las canas que comienza acumular nuestra Constitución para negar su inmenso valor para la concordia entre los pueblos de España es no solo una demostración de ignorancia histórica, es, sobre todo, una muestra de vileza.
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