En los próximos días, 3.000 militares norteamericanos se desplazarán al África Occidental para ayudar a combatir uno de los enemigos más mortíferos a los que se ha enfrentado nunca el hombre: los virus. Su capacidad de adaptación y resistencia a las armas con las que se les destruye, lo indiscriminado de sus ataques y la radicalidad de sus actuaciones convierten a estos seres dependientes en la mayor amenaza para nuestra especie, excluido el propio ser humano. Aunque comparten el ecosistema, sus reglas del juego son caprichosas y su facilidad para cambiar de fisonomía les hace casi inexpugnables. Este filovirus, al que llevamos soportando cuarenta años, ha estallado con mayor letalidad y extensión ahora, gracias a una cepa que renació en el entorno del río que le dio el nombre y ha dejado de ser endémico para extenderse con rapidez en el continente negro, desde la República del Congo a Guinea Conakry, Liberia, Sierra Leona y Nigeria… pero el enemigo no entiende de fronteras. Por todo ello, a pesar de las alarmas infundadas de la Organización Mundial de la Salud ante epidemias como la gripe aviar o porcina, su alerta mundial por el mayor brote de ébola de la historia no debería minimizarse por nadie, pero menos por quienes vivimos del turismo.
La próxima primavera se cumplirán veinte años desde el estreno de “Estallido”, la película que protagonizara Dustin Hoffman, en la que rebautizó al virus ébola como “Motaba”, pero sin cambiar su fisonomía, mortalidad, transmisión y vía de contagio, para recrear una de las historias más escalofriantes de nuestro tiempo y que está dejando de ser ciencia ficción para convertirse en una tragedia magnitud incalculable. No sólo por las más de dos mil quinientas personas que ya han fallecido por sus efectos, sino por la marginación de quien la padece o el desamparo al que condenamos a quienes no pueden encontrar sanación a cualquier patología, cuando tropiezan con las puertas cerradas de los hospitales por miedo al contagio o la falta de personal competente.
La pasada semana se dispararon las alarmas en nuestras islas y se activó el protocolo de seguridad establecido ante la posibilidad de que los síntomas referidos por dos pacientes correspondieran a una fiebre hemorrágica, añadiendo un ‘suma y sigue’ a la muerte del religioso Jesús Pajares. Descartada ya esa hipótesis, no resulta difícil imaginar el pánico que la confirmación de esa noticia hubiera desatado entre los residentes, la psicosis colectiva contra cualquier posible portador que provocaría confirmar la difusión de la enfermedad y las consecuencias imprevisibles que el impacto informativo provocaría sobre la sostenibilidad de nuestra economía.
Aunque no sea más que leyenda urbana su origen artificial, como parte de la guerra bacteriológica (lo que desmiente su escasa propagación, por la rápida mortalidad) o como parte de la estrategia que le atribuyen a los nuevos “Illuminati” para reducir la demografía en el tercer mundo, no podemos seguir viendo este fenómeno como algo que preocupa a unos miles de infelices que viven lejos y ocupa minutos aislados en algún ‘telediario’ plagado de malos augurios. Si nuestra solidaridad está aletargada por tanto desvarío social y somos incapaces de exigir a nuestros gobernantes una actuación contundente en los focos de la pandemia, aunque sólo sea por egoísmo, no le podremos poner concertinas a este tipo de inmigración y no nos bastará con mandar al ejército entero para evitar que sean muchos habitantes de nuestro gallinero los que sean devorados por el lobo.