En muchas películas policíacas clásicas de los años cuarenta y cincuenta la acción solía transcurrir, al menos en parte, en escenarios urbanos nocturnos en donde la presencia de la lluvia o de las calles mojadas se acababa convirtiendo en un elemento más del relato o de la historia que se nos estaba contando.
Ese elemento concreto contribuía a darle a dichas películas ese tono entre sombrío y melancólico que buscaban grandes directores como Edgar G. Ulmer, Nicholas Ray, Howard Hawks, John Huston o Fritz Lang cuando rodaron determinadas obras encuadradas en el «cine negro».
La lluvia y las calles mojadas solían acompañar la tristeza o la soledad de los personajes protagonistas de esos filmes, normalmente agentes de policía íntegros o detectives privados honestos, que solían moverse casi siempre en un entorno más bien algo hostil, ya fuera el de los bajos fondos, el de las altas esferas sociales y políticas o el de los propios compañeros de profesión.
Esos tres ámbitos en apariencia tan distintos solían contar, a ciertos niveles y en determinados casos, con una corrupción prácticamente institucionalizada, una absoluta falta de escrúpulos de cualquier tipo y una permanente estrategia de simulación, poco más o menos como sigue ocurriendo también hoy en día.
Tal vez por ello, en algún momento de nuestras vidas todos —o casi todos— hemos querido ser como aquellos policías íntegros o como aquellos detectives honestos que descubrimos en las películas de nuestra infancia.
Unos y otros eran, en cierta forma, como una especie de isla, una isla desconocida y misteriosa a la que no dejaban que se acercase nadie, salvo, quizás, algún familiar cercano, algún amigo o algún compañero de confianza, o, en algunos casos muy especiales, alguna persona posiblemente tan solitaria y escéptica como ellos, encarnada casi siempre en el arquetipo de la mujer fatal.
Estoy pensando ahora, por ejemplo, en Los sobornados, de Fritz Lang; en La jungla de asfalto, de John Huston, o en Chicago, años 30, de Nicholas Ray.
En los casos en que esos posibles acercamientos sentimentales finalmente se producían, los espectadores los percibíamos a menudo como la última oportunidad que se daban los propios protagonistas de poder encontrar, pese a todo, un poco de afecto y quizás de amor, también a veces bajo las calles mojadas por la lluvia.