De todas las maneras de ejecutar la pena de muerte sólo una, la lapidación, conlleva una participación colectiva más o menos espontánea, y por supuesto entusiasta. La guillotina, la horca, la inyección letal o la silla eléctrica precisan de un individuo cualificado, el verdugo, que adquiere un protagonismo principal en la ceremonia que arrebata a una persona su último aliento.
Incluso el fusilamiento exige algo más de orden que la lapidación, porque se debe alinear convenientemente el pelotón y los disparos suelen estar tasados. El reo conoce de antemano el número aproximado de balazos que aparecerán en su cuerpo. Pero acabar con un ser humano a pedradas es un acto caótico por naturaleza que necesita la participación de una masa de fanáticos.
Las “bases” de algunos partidos políticos cada día se asemejan más a una turba enfurecida que termina por superar la radicalidad de sus propios líderes. Las redes sociales son el campo perfecto para observar esta reacción en cadena que opera de manera similar a una explosión nuclear. Se comienza con la pedrada, el insulto al discrepante, y se termina calificando como fascistas a doce millones de votantes que no terminan de ver claro ni el encaje constitucional ni la bondad política de una amnistía para delincuentes juzgados por las leyes y los tribunales de una democracia avanzada.
El principal rasgo de un fanático es la ausencia de duda. Esta carencia provoca su incapacidad para ponerse en los zapatos del otro. ¿Por qué piensa así el que no está de acuerdo conmigo? El ejercicio del pensamiento crítico es inviable en una secta, un espacio opresivo por definición que diluye al individuo en la masa. Por eso la imposibilidad para razonar libremente está en el fondo de todas las contradicciones que plantean las ideologías de masas operando dentro de una democracia, un sistema político en el que sólo creen si les permite ocupar el poder.
Es impresionante observar cómo la reinterpretación que está haciendo Pedro Sánchez del socialismo clásico lo asemeja cada día más a una ideología de masas. No me refiero tanto a la ocupación desaforada de las instituciones, ni siquiera al precio desorbitado que está dispuesto a pagar por mantener su cargo. Descalificar de raíz la crítica al poder es el síntoma más claro de una deriva autoritaria.
Calificar de golpismo un llamamiento a la movilización pacífica ciudadana para manifestarse contra la amnistía a unos golpistas es elevar el nivel de confrontación política a cotas desconocidas en España en los últimos cuarenta años. Supone contraponer un golpe malo, el que según la portavoz del Gobierno en funciones propone Aznar, frente a uno bueno, el de Puigdemont, que es el que hay que amnistiar. El planteamiento que hizo Isabel Rodríguez resulta demasiado grueso incluso para algunos votantes socialistas disciplinados… pero las bases son otra cosa.
Sánchez está manoseando demasiado el concepto de hombre-masa de Ortega y Gasset, aunque dudo que el presidente en funciones haya leído La rebelión de las masas, ocupado como ésta en aplicar a rajatabla las enseñanzas de El Príncipe de Maquiavelo: el fin justifica los medios, y es mejor ser temido que ser querido. El hombre-masa de Ortega representa una forma de indiferencia. Es un ciudadano que flota sin rumbo como una boya a la deriva que sólo se preocupa por no hundirse. o sea, por la cesta de la compra y la subida del Euribor. Como estos dos asuntos no daban para construir un relato que movilice suficientes votos, Sánchez se inventa algo de épica: hay que frenar el advenimiento de un nuevo fascismo que arrasará con todo lo que él ha levantado.
El problema surge cuando muchos de los que llevan décadas en el PSOE trabajando no sólo por sus ideas socialistas, sino también por un sistema de convivencia entre españoles que piensan distinto, le advierten que con su estrategia de pactos está demoliendo gran parte de una obra política colectiva que puso sus cimientos en 1978. Ante esta crítica la reacción de Sánchez es lanzar a las “bases” a lapidar en las redes a los “disidentes” (traidores, vendidos, el partido es lo primero y tal y tal) para después fulminar sin contemplaciones a uno de ellos, Nicolás Redondo, enviando así un aviso al resto de navegantes que se atreven a opinar sin el GPS sanchista. ¿Hay algo más fascista que esto?