La contratación pública ha sido siempre una tediosa maraña normativa, aderezada de principios y reglas importadas de la Unión Europea, que hace a veces muy complicado saber qué empresa debe ser realmente la justa adjudicataria de un contrato. En demasiadas ocasiones, el precio pujado no lo es todo.
Dentro de este sistema, existe una modalidad que son los procedimientos negociados sin publicidad, que pretenden simplificar los trámites en supuestos de contratos de valor económico relativamente modesto.
Este procedimiento supone que el órgano contratante invita, como mínimo, a tres empresas a que hagan sus ofertas -incluyendo también a aquellas que se hayan ofrecido y cumplan los requisitos de idoneidad- y, una vez abiertas las plicas, se pasa a negociar, con aquellas que reúnan unos determinados mínimos, las condiciones y mejoras técnicas que puedan ofrecer. En esencia, el contrato se adjudica, lógicamente, a aquella empresa que, globalmente, ofrezca más. No pretendo entrar en más detalles técnicos para no aburrirles.
La cuestión es que, al menos hasta hace unos años, muchas administraciones abusaban de esta figura para encubrir verdaderas adjudicaciones directas, cuando en realidad solo existía una empresa 'invitada'. El resto completaban la formalidad del expediente. Esta corruptela no implicaba necesariamente que la administración pretendiera vulnerar la ley o favorecer a sujetos 'afectos'. En ocasiones, simplemente, es muy complicado adjudicar determinados contratos por no presentarse suficientes candidatos.
Pero, hace unos diez años, merced a la presión de una ciudadanía que comenzaba a padecer los efectos de la crisis que se avecinaba, y gracias también al trabajo de la Fiscalía anticorrupción, comenzaron ya a destaparse algunos casos sonados de utilización de los procedimientos negociados sin publicidad como medio de escape de la libre concurrencia y cauce para adjudicar contratos a los amiguetes del partido gobernante. Además, proliferaron los supuestos de fraccionamiento irregular de contratos para evitar tener que saltar a un procedimiento público. Naturalmente, también apareció ligada a esta práctica la financiación de los partidos. En suma, se pasó de la corruptela chapucera a la basura de la corrupción con todas las letras.
E, inevitablemente, las distintas fuerzas políticas, especialmente las situadas en la oposición, vieron en ello un filón para acusar a los adversarios de prácticas corruptas sin discriminar lo más mínimo entre los distintos supuestos. A ello se adhirió entusiasta determinada prensa, para la que la presunción de inocencia es solo un obstáculo a la comercialización de ejemplares. En suma, el falso mensaje que se transmitió a la ciudadanía es que los procedimientos negociados sin publicidad eran siempre y en todo caso fraudulentos.
Una de las fuerzas que, en nuestras islas, con más ahínco castigó a sus oponentes por la utilización de este mecanismo contractual fue, sin duda, Més. Parecía que todo aquello que contrataban cargos de distintas administraciones pertenecientes al PP o la extinta UM debía ser calificado automáticamente de fraudulento, especialmente si estábamos ante uno de estos mecanismos sin publicidad. Y, sí, se destaparon casos de corrupción, algunos muy graves, pero también se investigó a decenas de cargos políticos y funcionarios públicos que, a la postre, quedaron sin reproche penal alguno. En la balanza, aunque la percepción popular indique lo contrario, son muchísimos más los cargos a los que tras la investigación -a veces, tras años de padecimiento- se les retiró la acusación, o cuya causa fue objeto de un archivo o de un sobreseimiento o incluso que, tras el juicio, fueron absueltos, que los condenados. Eso sí, se judicializó irresponsablemente la política -aún padecemos las consecuencias- y Més y otros grupos de la izquierda creyeron que así acabarían con sus adversarios, dando una falsa imagen de pureza que todavía algunos les atribuyen. Ha sido casi un mantra.
Pero hete aquí que, en la presente legislatura, diversos cargos de Més en el Govern y en Cort han sido pillados usando repetidamente el procedimiento negociado sin publicidad para -oh, casualidad- adjudicar esos contratos a Jaume Garau, curiosamente, artífice de la campaña electoral de Més.
Quizás sea todo explicable y limpísimo, ojalá. Pero la sensación que recorre a muchos ciudadanos es la de que los dirigentes de Més han perseguido durante años la paja en el ojo ajeno y ahora son incapaces de reconocer que tienen una viga maestra clavada en el propio.