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martes 01 de octubre de 2013, 09:04h

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El beso amoroso, casi apasionado, de Leoníd Brézhnev y Erich Hónecker en octubre de 1979, con motivo de la celebración del trigésimo aniversario de la República Democrática Alemana, cuya fotografía dió la vuelta al mundo, expresaba la íntima relación que existía entre las dictaduras comunistas de Europa, así como el apoyo de la Unión Soviética a los gobiernos de los países del Pacto de Varsovia, pero también la tutela y el férreo control que ejercía sobre ellos. En este caso, el ósculo cariñoso entre ambos mandatarios no era sorprendente, puesto que la RDA era probablemente el más firme aliado de la URSS, el más estalinista de sus satélites. El control absoluto ejercido por el gobierno de la RDA, sobre sus ciudadanos mediante la temida Stasi, admirablemente reflejado en la película de Florian Henckel von Donnersmarck “La vida de los otros”, que ganó el Óscar y el BAFTA a la mejor película de habla no inglesa, la represión brutal de cualquier asomo de disidencia, las órdenes a la Volkspolizei de disparar a matar a quien intentara pasar a Berlín Occidental, o a la República Federal Alemana a través de la línea fronteriza entre ambas Alemanias, eran sus principales señas de identidad, junto a la corrupción de la minoría dirigente. La estabilidad del régimen estaba protegida por un contingente de medio millón de soldados soviéticos, garantes contra cualquier intento de insurrección popular o intervención extranjera. Diez años después, en octubre de 1989, fue Mijaíl Gorbachóv el que visitó a Honecker con motivo del cuadragésimo aniversario de Alemania Oriental. La situación era completamente diferente. Los ciudadanos de la RDA escapaban a millares hacia la RFA, no por el muro de Berlín, ni por la frontera interalemana, puesto que habrían sido acribillados por los “vopos” y los guardias fronterizos, sino pidiendo asilo en las embajadas de Alemania Occidental en Varsovia, Praga y, sobre todo, Budapest, ya que solo se les permitía viajar de turismo a otros países del bloque comunista. El beso en esta ocasión fue frio, distante, meramente protocolario. Hónecker pidió ayuda a Gorbachóv para detener la hemorragia, para que la Unión Soviética exigiera a los otros países “hermanos” que dejaran de proporcionar visados para salir de sus países a los ciudadanos de la RDA y les obligasen a retornar a su país. No lo consiguió. Gorbachóv no solo no atendió a sus súplicas, sino que al despedirse le dijo, según consta en muchas crónicas: “la vida castiga a quien llega tarde”. Hace tiempo leí, o escuché, en algún sitio que no recuerdo, que lo que dijo Gorbachóv fue algo así como: “cuando no se hace lo que se debe en su momento, después es demasiado tarde”. Está claro que el sentido de ambas frases es el mismo, así que no importa cual de las dos es la que realmente pronunció el mandatario soviético. Como es bien sabido, los acontecimientos se precipitaron. En una semana Hónecker fue forzado a dimitir por sus compinches del politburó del partido comunista, en un mes, en noviembre, cayó el muro de Berlín y en un año, en octubre de 1990, desapareció la RDA, subsumida en la RFA. Por cierto, un país soberano, miembro de la O.N.U., pasó directamente a formar parte de la Unión Europea y sus ciudadanos pasaron a ser ciudadanos de la UE, lo que no está previsto en absoluto en los tratados de la Unión, sin que ningún país miembro dijera la más mínima palabra. Hónecker fue juzgado y condenado por sus crímenes, se salvó de la prisión por su avanzada edad y padecer una enfermedad terminal y murió en el exilio, en Chile, en 1994. Las palabras de Gorbachóv resultaron proféticas, pero también para él. Cuando las pronunció, hacía menos de dos meses que los ciudadanos de Estonia, Letonia y Lituania habían protagonizado la impresionante manifestación ciudadana conocida como “Vía Báltica”, una cadena humana de dos millones de personas que unió sus tres capitales, Tallín, Riga y Vilna, que se hizo el 23 de agosto de 1989, fecha especialmente significativa, puesto que fue la de la firma, y era el cincuentenario, del pacto Ríbbentrop-Mólotov, que supuso no solo el reparto de Polonia entre la Alemania nazi y la Unión Soviética, sino también la invasión de las repúblicas bálticas por parte de la URSS. Gorbachóv no se autoaplicó su consejo. En dos años, entre agosto y septiembre de 1991, los tres países bálticos consiguieron su independencia. Poco después, en diciembre de 1991, desapareció la Unión Soviética.
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