El azar es una estupidez que no conduce a ninguna parte. De hecho, Albert Einstein escribió que “el azar no existe; Dios no juega a los dados con los hombres” (entiendo que también se refería a las mujeres, aunque en aquel momento no se considerara políticamente incorrecto: no hacía falta; y punto). Desde un punto de vista estríctamente matemático todo, en este mundo, se mueve dentro de la esfera de lo específicamente racional. La ciencia no contempla, en su esencia, aquello que no forma parte de la previsibilidad. El estudio de la estadística demuestra que todo lo que sucede en cualquier ámbito de la escena vital responde claramente a estímulos clasificados ordenadamente entre las posibilidades que existen previamente. En, este sentido, la suerte no deja de ser una auténtica gilipollez desde el punto de vista científico. Sobre la palabra “suerte” derivan, habitualmente, dos adjetivos calificativos que transmiten una gran diferencia de sentido y marcan la semántica de aquello que se relaciona con una acción: mala o buena.¿Existe, realmente, la suerte o es un mero producto de la imaginación humana? He aquí una interesante cuestión.
Entendiendo la suerte —tanto si se presenta bajo la cualidad de buena o lo hace de mala manera— como un fenomeno antinatural y no deja de ser impresionante observar la terrible fuerza que ésta ejerce sobre el comportamiento humano. Mientras una persona de Albacete se siente agraciada con un puñado de monedas procedente de un sorteo, otro ser viviente muere atropellado en Guadalajara por un vehículo despistado. La gente que sufre el vendaval producido por un caso de mala suerte se pregunta siempre ¿”por qué me ha tocado a mi”? (en los casos, claro está, en que el desafortunado sobreviva a la furia de la contrariedad acontecida). En cambio, al contrario, aquellas personas a las que el destino les ha donado un bien normalmente gratuïto, no se suelen cuestionar la decisión de la naturaleza; la aceptan y punto.
Es cierto que —sobre todo en los casos más llamativos de mala suerte— acostumbra a pesar el punto de riesgo a que uno se expone. Es el caso de los toreros, de los bomberos (ahí le duele la sobreexposición benéfica para con la sociedad que, naturalmente, les honra), de los atracadores de banco o de los submarinistas. Para disfrutar de la buena suerte sólo hay que esperar (o rezar para los creyentes de algunas de las religiones existentes) y, en todo caso, comprar unos décimos de lotería, estudiar antes de los exámenes o hacer correctamente el amor para la futura reproducción positiva. El temor —para los que optan a lo bueno— es, simplemente, superficial, casi epidérmico; y si, al final, los resultados no son los que se esperaban se produce, únicamente, un cierto estado de decepción. Los otros —los enfrentados a una suerte maligna y perniciosa— tienen siempre las de perder: acaban, como mínimo, algo magullados.
Yo soy partidario de no tentar a ninguna de las suertes para evitar, a toda costa, el embate de las emociones que, dicho sea de paso, suelen ser inestables o irreversibles. incluso en el amor. Por eso no me mezclo con ningún tipo de juego de azar, ni salgo a la calle (si no es radicalmente necesario) ni me subo a vehículo alguno, ni me ducho (por miedo a los resbalones) ni me enamoro, ni ejerzo vida social (y así me ahorro sustos y fiestas sorpresa), ni como galletas (para no atragantarme), ni soy objeto de deseos inalcanzables (para no darme de leches con la realidad), ni nada de nada; finalmente, procuro no enfermar.
Hay que ser prevenido y no jugar con dados, como Dios.