Cuando en el año 2000, el sociólogo Zygmunt Baumann acuñó la expresión “mundo líquido”, el planeta ya giraba a una velocidad muy superior a la de décadas pasadas. Baumann describía un estado fluido hacia el que se dirigía la sociedad del siglo XXI. Estaban despareciendo los valores sólidos y compartidos que habían permitido algún tipo de anclaje colectivo. Todo comenzaba a flotar en la incertidumbre, todo estaba en cuestión. Baumann hablaba de individuos que habían perdido la seguridad de su puestos de trabajo, la certeza de un futuro mejor que el de sus padres, o la esperanza de un matrimonio para toda la vida.
Baumann se refería a personas, no a ideas líquidas. El sociólogo no vaticinó el populismo triunfante de estas dos últimas décadas, que ha sido la aproximación más exitosa hacia una ideología volátil. El populismo permite diseñar relatos diferentes para cada colectivo, que no necesariamente deben ser compatibles entre ellos. Ha sido la estrategia de Trump, por ejemplo, para ganar dos veces las elecciones presidenciales en Estados Unidos: “os diré a cada uno lo que queréis oír. Tomad lo que os guste y olvidad el resto”. Es la manera de conseguir millones de votos simultáneamente en la comunidad negra, hispana, homosexual o Wasp, y no ponerte rojo de vergüenza. El populismo puede realizar las torsiones más inverosímiles para alcanzar el poder, o mantenerse en él, y no resultar contradictorio. No se puede partir porque no hay columna vertebral. Por todo eso, el populismo es el epitome de la “no ideología”.
Las ideologías se adaptan a los cambios sociales. Fíjense si son maleables que hasta el comunismo, que históricamente ha demostrado que es una forma miserable de ejercicio del poder, ha sobrevivido hasta nuestros días. El marxismo sigue predicando la solidaridad y la lucha de clases; adoptando disfraces y fórmulas imaginativas que nos hagan olvidar la miseria que generaron. Ahí siguen, con escaso apoyo electoral, pero vendiendo camisetas con la hoz y el martillo. Se sostienen gracias a los símbolos y a las palabras, no a los hechos. En otras palabras, se remiten a unos valores.
El liberalismo ha resistido mejor el paso del tiempo, porque generó un bienestar económico que ensanchó la clase media, y también por su capacidad para asimilar las propuestas sensatas que trajo la socialdemocracia en la segunda mitad del siglo XX. A pesar de esa aptitud para adaptarse a sociedades cambiantes, ¿qué quedaría del liberalismo si en la praxis renunciara a promover un sistema de libertades civiles? Un liberalismo que no defendiera el derecho a la propiedad privada, o que negara la existencia de derechos naturales de los individuos, ¿sería liberalismo? Rotundamente no. Sería otra cosa, mejor o peor, pero otra cosa.
También el socialismo ha mutado en las últimas décadas. Tocó techo en Europa con la extensión universal de los servicios públicos fundamentales, sanidad y educación, y amplió los derechos de los trabajadores hasta límites impensables en tiempos de sus fundadores. Desde entonces, supongo que con la idea de no morir de éxito, se reinventó concentrándose en los derechos de las minorías, de las mujeres, de los homosexuales, de los inmigrantes, de los animales… Al mismo tiempo abrazó la causa ecologista, la del pueblo palestino, el indigenismo… En una democracia plena, son los electores los que juzgan esa evolución, y la manera en que se manifiesta durante el ejercicio del poder.
La izquierda más inteligente reconoce que el análisis buenista de problemas complejos ha causado estragos en la socialdemocracia tradicional. Hace una década, el filósofo y lingüista italiano Raffaele Simone analizaba la situación política de su país, y escribía: “puede que el socialismo se haya acabado, pero la izquierda no”. Desapareció el Partido Socialista Italiano, pero la izquierda sobrevive porque persiste un ideal de igualdad, de equidad económica a través de la redistribución de la riqueza. Dicho de otro modo, son los valores los que impiden el hundimiento final de una ideología.
Me vengo a referir a que, si el socialismo renuncia a la igualdad, deja de ser socialismo. Se convierte en otra cosa, mejor o peor, pero otra cosa. Por eso la mayoría del electorado del PSOE rechaza el pacto con Junts sobre inmigración, y rechaza también el trato de favor hacia Cataluña en la quita de deuda autonómica. Porque ser socialista supone defender la igualdad por encima de casi todo. Si no hay valores, si se aparcan los principios, no queda ideología, sino sólo un instrumento para ejercer el poder. Es un drama comprobar que el único flotador que mantiene vivo al PSOE en las encuestas sea el peligro que representa una derecha bárbara, radical y antisistema, que no cree en la democracia liberal y que flirtea con el autoritarismo que amenaza a Europa. Al final, el contoneo de caderas de Sánchez entrando en el hemiciclo no será tanto por coquetería, sino por mover la rosa que Trump y Abascal le han colocado en el culo.