Ser católico no supone ser mejor persona. En base a eso, no es preciso salgan a predicar sus bondades. Menos aún hacerlo en el ámbito educativo.
No necesitamos apóstoles en el currículum de nuestros escolares. Así que pueden envainar sus egos absurdos, radicales e incluso algunos enfermizos y resguárdense en su iglesia. Dónde por cierto, tampoco deben sentirse tan a gustito como antes. Menudo es Francisco I. Un señor que se ha ganado el respeto incluso de los ateos. Tomen nota.
Tal vez van demasiado lejos con su defensa del adoctrinamiento católico. Piénsenlo. No se les prohibe practicar su religión, pero siempre fuera del colegio. No es difícil.
La religión, la católica también, está fuera de la educación. Clamar contra una nefasta acción del ministro Wert, siempre en contra de la libertad y de la calidad de nuestra educación, es un deber ciudadano.
Sus gritos católicos no son más que miedo. Ya no tienen poder, ni credibilidad. Ni despiertan simpatías ni consiguen aumentar su número de fieles. Siempre instalados a la derecha del poder, no sólo han sucumbido a las mieles del infierno que predican para los demás, sino que ustedes mismos son los que empujan al destierro a los que sí siguen las enseñanzas de Jesús.
Tranquilícense y hagan examen de conciencia. Pueden darse el susto padre. Hoy los laícos, los ateos, los católicos no somos tontos. Sabemos qué predica la biblia. Sabemos qué hace la iglesia, la gritona, la que se rasga las vestiduras y claro, nada coincide.
Detrás del púrpura, del anillo dorado, del voto de castidad y del piso de Rouco hay muy mal rollo.