He conocido a un gangster. De cerca. He hablado dos horas con él. Ya me puedo morir tranquilo…
Un gangster no se conoce todos los días. Yo, por lo menos, he tenido que soportar sesenta y dos abriles para poder tener una
conversación con una persona de estas características. He tenido la oportunidad de conocer a abogados, equilibristas, cocineros,directores generales de cadenas de televisión, un domador de elefantes, jueces de barrio, marinos mercantes, periodistas, jugadores de baloncesto, e incluso un visionador del futuro, de esos de la bola y el porvenir. Pero gangsters, lo que se dice gangsters, no. Se llama Daniel Rojo, pero en el “mundillo”, en su “mundillo”, se le conoce, graciosamente, con el alias de “Dani el Rojo.
El único oficio que ha ejercitado de manera seria y profesional ha sido –se acaba de jubilar o, mejor dicho, se ha montado una
prejubilación de lujo- el de atracador. A él le encanta denominar de este modo a su trabajo que es, además, su más íntima pasión. Una auténtica vocación; con mas convicción que muchas vocaciones sacerdotales, sin ir más lejos.
Dani, para más inri, se explica bien, muy bien. Dispone de un léxico abundante y generoso que aplica a las mil maravillas
cuando se trata de narrar sus aventuras más célebres, tanto en lo que se refiere a vivencias y anécdotas -como, por ejemplo,
describiendo magistralmente, el comportamiento de los chinches en su celda de una de las mil cárceles en las que se ha
hospedado- como relatando minuciosamente, un atraco en un banco o joyería.
Me cuenta Dani que se tomaba muy en serio su profesión; a tal punto que renegaba de aquellos delincuentes que atracaban
bancos a la una del mediodía o en plena tarde. Le parecían unos vagos y comodones. Él, prácticamente siempre, atracaba a
primera hora de la mañana, “que es cuando hay que trabajar”, sobre las siete o, como máximo, a las ocho. De hecho, me
comenta “yo entraba con la mujer de la limpieza…” Nunca llevaba armas porqué “si tenía necesidad de alguna, se la
confiscaba al tío de seguridad del banco o empresa y, al final, se la devolvía. Entrar sin armas le representaba una disminución de la pena; eso cuando lo pillaban, que no siempre.
En la cárcel era el más señor. Con el dinero que poseía (calcula que durante años su “sueldo fijo” fue de unos 12.000€ diarios;
una cantidad notablemente superior a las ganancias de un gran deportista de élite como Rafael Nadal) y su metro noventa
de estatura -un tamaño, ¡si señor!- , se hacía respetar entre sus colegas presidiarios. Vestía de marca (Versace, Dior, etc),
ostentaba unos Rólex de mucho cuidado, fumaba los mejores Cohibas del mundo cubano,exactamente los mismos que
los mismísimos Fidel Castro y Felipe González –disculpen la redundancia- y, lo más importante para él: nunca jamás comió
el rancho que se repartía a todos los reos: en el transcurso de su dilatada vida penitenciaria, se hizo traer comidas y cenas de
restaurantes exteriores; en numerosas ocasiones, los ágapes se cocían en los mejores fogones de las distintas ciudades. “Yo
siempre comí libertad…”
Yo, personalmente, he tenido el placer de conocerle; en vivo y en directo, diríamos. Pero si a usted le apetece profundizar en su vida y milagros (o mejor, vida y atracos) le recomiendo, fervorosamente, que se lea su libro de memorias titulado, como era de esperar, “Confesiones de un gangster de Barcelona; el libro ha sido dictado y un periodista, Lluc Oliveras, le ha puesto la “música”. La edición ha ido a cargo de Ediciones B, S.A.
Tengo que reconocer, finalmente, que una cierta cantidad de cosas que me estuvo contando no tienen nada que ver con las
versiones que se representan en el libro. Es más, en varios casos las contradicciones tienen rango de excelencia; empezando por
su nombre y apellidos. Pero esto, si cabe, le añade un plus de morbo.
No pretendo, Diós me libre, cometer ningún tipo de apología de la delincuencia. Nada más lejos de mis humildes intenciones.
Permítanme que les comente, sin embargo que, desde un punto de vista estrictamente psicológico, a la par que sociológico, el
interés por una vida como la de este señor, repleta de hechos (muchos de ellos, amorales; pero, finalmente, hechos) introduce
a una seria reflexión sobre la conducta humana y nos permite pensar que “no todo el monte es orégano…”