la puntilla | Jaume Santacana

R.I.P.

Yo soy partidario de los entierros. Siempre lo he sido. Y no solo porque creo que sería un pitote  circular por la calle, o pasear por la acera, evitando, continuamente  pisotear cadáveres putrefactos (¡¡aghhh!!), sino porque me pirra el ritual que ofrece este tipo de actos fúnebres y me gusta respirar el ambiente que en ellos se desprende.

En los pueblos primitivos – o actualmente, en los menos avanzados o desarrollados- la costumbre es llorar. Se llora a los muertos con una intensidad que solo depende del grado de miseria. A más atraso social, más lloriqueo público.

De hecho, los entierros ofrecen dos aspectos interesantes a tener muy en cuenta: de saque, sociológicamente, es muy positivo el hecho de encontrarse, juntos, personas de diferente calado con nexos de unión entre ellos debido a los vínculos con el finado: familiares directos, parientes, conocidos, amigos, saludados, compañeros de trabajo, colegas de pádel, consumidores de ensaimadas matutinas, etc. Hay un comentario tópico y repetitivo en estos actos, que no suele fallar nunca: “coño, Andrés (tanto el nombre como el taco son susceptibles de ser permutados…) sólo nos vemos en ocasiones tan tristes como esta de hoy…!”

El otro aspecto curioso a destacar es que, hoy en día –en el mundo que vivimos- nadie encuentra un motivo al que pueda dedicar unos minutos a la reflexión más profunda y trascendental que existe: la vida y la muerte. En las bodas, no hay concentración (solo para comentar vestidos y actitudes de contrayentes e invitados) y en los bautizos ya ni te digo.

No hay mejor fórmula para una buena meditación que cuando esta se produce a escasos metros de un muerto. El ataúd inspira. “Esto va en serio: no hay atutía!”

Lo único verdaderamente lamentable de los entierros actuales es esta tendencia –muy poco respetuosa, para mi gusto y mi educación- a aplaudir. Ahora, se rompe el magnífico silencio (sepulcral, por decir algo), un silencio muestra de un respeto solemne y sagrado, para irrumpir, groseramente, en palmas y vítores, tal como si estuviéramos en los toros.

 

Por cierto, hablando de toros: a cierto torero, en una ocasión, le preguntaron al finalizar una corrida, que cómo le había ido; y el contestó que hubo división de opiniones: “unos se cagaron en mi padre y otros en mi madre!”.

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