Me pirran los entierros. Desde siempre. Parece que no, y la asistencia a este tipo de actos, es una forma muy interesante de penetrar en el mundo de la reflexión. Nunca disponemos de tiempo para nada; para nada interesante, me refiero. Somos esclavos del puto reloj (¡vaya topicazo!) Y si no hay freno, tampoco hay parada. No hacemos ni un stop en nuestra rutina diaria, hasta que un trallazo brutal nos obliga a estacionar –por un ratito- todos los problemas que sufrimos y, a la vez, a dibujar un breve paréntesis en nuestro cerebro, en el que pensar de dónde venimos y a dónde nos dirigimos. Según la proximidad del finado, además del seso, también reacciona el corazón.
Hoy en día, la gran mayoría de cadáveres son trasladados a un tanatorio, que viene a ser como una residencia de ancianos, pero con menos esperanza de futuro.
Antes, la gente se solía morir en casa –excepto los atropellados por un tranvía- lo más dignamente posible. La capilla ardiente en la casa del fallecido era mucho más “guay” que en un tanatorio, donde todo es muy frio, incluyendo el aire acondicionado y, por supuesto, el muerto.
En las familias, disponer de un muerto durante unas cuantas horas era –además de un acontecimiento- un “lujazo”. Los parientes, orgullosos de la ocasión que se les brindaba, se prestaban a mostrarlo con una evidente y poco disimulada satisfacción. Uno entraba en la casa mortuoria y, una vez besado profusamente el familiar de turno, te preguntaban: “¿Quieres verlo? ¡Ha quedado muy bien!”. Acto seguido, te introducían en la habitación, en función de velatorio –donde uno descubría, en la mesita de noche, el último libro que leyó, un calcetín descuidado, una postal del puerto de Sóller, y restos de la ya inútil medicación- y entonces era el momento de comentar: “¡está muy bien; parece que esté durmiendo! Y venía la inmediata respuesta del pariente: “se quedó como un pajarito, el pobre…”
Finalmente, no quedaba más remedio que citar el recuerdo de la última vez que uno estuvo con el muerto, teniendo muy en cuenta de aproximar, al máximo las distancias temporales. Así: “precisamente, no hace ni diez años que nos comimos un arroz en Tito; ¡quien nos lo iba a decir!
A partir de ese momento, se oía un cierto revuelo en el comedor y en el salón y el visitante se dirigía a estas estancias, en las que el coñac corría como agua y el ambiente estaba más caldeado que en el Bernabeu en un partido contra el equipo de Messi. Allí, lo clásico era contarse chistes los unos a los otros. Avanzando el tiempo, los salones –y los pasillos, y el cuarto de los niños, y la cocina, y la abuela (que sigue viviendo, jeje)- se iban llenando de gente y, con la grata ayuda del alcohol, los chistes y los chascarrillos subían de tono con una facilidad pasmosa.
Ese era el momento póstumo de la “reflexión”.