La piel, nuestra piel, dice en ocasiones de manera callada muchas cosas de nosotros o de cómo somos, a veces incluso más que las palabras, aunque en ocasiones no queramos que sea así o no nos demos cuenta de ello. Así ocurre cuando nos ruborizamos, cuando nuestra piel se eriza o cuando notamos un pequeño sudor frío o un escalofrío de repente.
La piel nos dice también de inmediato si tenemos fiebre o no, o si necesitamos entrar en calor muy rápidamente. Para saberlo, sólo necesitamos que alguien toque muy suavemente con la palma de su mano nuestra frente o nuestro rostro, o que lo hagamos nosotros mismos, sobre todo si no tenemos ningún termómetro digital cerca.
La piel, nuestra piel, nos protege además de la mayoría de infecciones, como si fuera una especie de barrera o de fortificación casi infranqueable, aunque a veces, es cierto, pueda transmitir también determinadas enfermedades y dolencias.
Nuestro mayor miedo cuando pensamos en la extrema sensibilidad de las terminaciones nerviosas de la piel no es el temor de poder recibir en algún momento un pinchazo, sino una quemadura relevante, ya sea de manera fortuita o accidental, porque conocemos bien el inmenso dolor o el gran daño que el fuego, las temperaturas muy elevadas o un sol ardiente pueden llegar a ocasionar en nuestro cuerpo.
En cambio, cada vez que nuestra piel no se quiebra ni se abre por un arañazo, una herida o un golpe; o cada vez que no empieza a sangrar, lo celebramos casi siempre con una gran alegría, porque confiamos en que la epidermis haya podido frenar el primer embate de una posible entrada de bacterias o de virus.
A veces, la piel es también el primer indicador de la existencia de posibles problemas concretos de salud, bien en la propia piel o bien en otras partes del cuerpo. La aparición de eccemas, rojeces o psoriasis puede ser, en ese sentido, un claro síntoma de que estamos sometidos desde hace mucho tiempo a unos altos niveles de tensión o de estrés, no siempre atribuibles a nuestros políticos, a nuestras parejas, a nuestras exparejas o a nuestros jefes.
Paralelamente, cualquier verruga sospechosa, cualquier protuberancia inesperada o cualquier lesión inespecífica en la piel nos suele poner también en alerta, por lo que el siguiente paso suele ser normalmente pedir cita al médico, algo que asimismo hacemos si percibimos que nuestra piel empieza a tener un cierto tono morado o amarillento de manera generalizada y más o menos persistente.
En invierno, parecería a veces que no tenemos piel, de tan abrigados como solemos ir, mientras que durante el verano parece que casi lo único que tenemos es piel, sobre todo si vamos significativamente ligeros de ropa o si solemos ir con una cierta frecuencia a determinadas playas, como por ejemplo la de Es Trenc.
Ya sea en invierno, en verano o en cualquier otra estación, la piel puede también, en cierto modo, hacer públicos algunos de nuestros sentimientos en apariencia más ocultos y secretos. Así ocurre, por ejemplo, cuando nos sonrojamos ante la presencia de la persona de la que podamos estar enamorados o cuando un intenso color encarnado domina todo nuestro rostro en apenas unos instantes porque algo o alguien nos ha irritado o nos ha hecho enfadar de verdad.
Otra de las curiosas particularidades de la piel, de nuestra piel, es que podemos cambiar su configuración natural de forma parcial o momentánea por nuestra propia voluntad, bien a través de uno o más tatuajes o bien gracias a la tonalidad morena o dorada que podemos conseguir yendo a la playa o con las máquinas de rayos uva.
Lo que no podemos cambiar nunca es el color de nuestra piel. Nacemos, vivimos y morimos con él. Por ello, pero no sólo por ello, deberíamos respetar siempre el color de la piel de cualquier ser humano, del mismo modo que deberíamos de respetar también siempre su raza o su lugar de procedencia. Por desgracia, no siempre lo hicimos así en el pasado, pero resulta aún más triste que todavía hoy haya personas que sigan alardeando de su propio racismo o de su intolerancia ante los demás.
Si me permiten ahora un pequeño cambio de tercio o una casi imperceptible frivolidad, he de decir también que uno de los pequeños defectillos de la piel humana es que muestra con más claridad que otras partes del cuerpo los efectos del paso del tiempo sobre la mayoría de nosotros, por ejemplo con la progresiva aparición de las arrugas o con la pérdida de la tersura de los años de adolescencia y juventud.
Cuando eso sucede, determinados complementos y adornos, así como también reconocidas máscaras y cremas antiedad, pasan a ser entonces algunos de nuestros mejores aliados. Otra posible solución, aunque me temo que no tan económica, es la de ponerse en manos de un buen y reconocido cirujando plástico, que intentará que nos volvamos a ver cuanto antes resplandecientes y fabulosos, como mínimo ante el espejo.
Por suerte, una de las grandes virtudes y maravillas de la piel es que, sea cual sea nuestra edad, es también un espacio para dar y recibir placer, o para mostrar y compartir ternura, juego, sensualidad, cariño, lujuria, complicidad, deseo, afecto, abandono de uno mismo y, por supuesto, también entrega absoluta y amor.
Consciente o inconscientemente, en cada abrazo o en cada caricia buscamos también a veces la comunión o la máxima fusión con la piel de otro ser humano, pues la piel puede ser también en ocasiones no lo más superficial o evidente de una persona, sino lo más profundo e íntimo que todos tenemos.
Si los ojos son el espejo del alma, a veces podemos llegar a percibir físicamente esa alma a través del contacto amoroso con otra piel, con otra piel igualmente enamorada.