La teoría popular de la democracia dice que el votante elige a los políticos que, atendiendo a sus ideologías y programas, mejor representan sus intereses y su visión de las cosas, y que evalúa su cumplimiento de cara a sucesivas elecciones. La democracia así entendida encaja en la descripción de Lincoln de «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». ¿Ocurre así en la realidad? Pues la verdad es que no mucho. Esta teoría popular padece un triple error: que el votante conoce las ideologías y programas de los políticos –con frecuencia no existen-, que elige de acuerdo con ellas, y que está mínimamente interesado en monitorizar los resultados de la actuación política. En realidad todo parte de un error previo y esencial: considerar que el voto es un asunto racional. La decisión suele ser más bien de señalización moral: el votante escoge el partido que cree que proyecta una imagen más favorable de uno mismo. Voto, digamos-, a un partido de izquierdas para exhibir, ante mí mismo y ante los demás, que soy muy progresista y me preocupo por la gente, no como esos jodíos fachas. El resultado es que la secuencia de la teoría popular se invierte, y es el votante el que sigue a su partido vaya donde vaya, haga lo que haga.
Es decir, en política la racionalidad no suele pesar tanto como la moda, que es la que determina donde plantar las banderas para señalizar la virtud. Pero lo malo es que el votante no sólo quiere convencerse de que es bueno, sino también de que es racional, y esto plantea serios problemas. Pensemos en el votante del PSOE para el que hasta hace pocos años pactar con Bildu era una línea roja infranqueable. O que el pasado 22 de julio se acostó convencido de que la amnistía era constitucional y se levantó persuadido de su excelente encaje y de que era una cosa utilísima para la convivencia. ¿Cómo seguir fielmente a su partido y mantener, al mismo tiempo, cierta coherencia? En psicología se llama ajuste de disonancia a este proceso por el que se retuerce la realidad y la lógica para ajustarla a la posición a la que nos ha llevado nuestro partido. Por su parte los politólogos llaman a esta manipulación del votante, que lo lleva incluso a cambiar su posición moral, «mover la ventana e Overton». Pero el que mejor lo describió fue Matt Groening.
Sus seguidores recordarán que la Planet Express, la nave de Futurama, no se desplazaba por el universo sino que lo reordenaba en torno a sí misma. Era mérito de los niblonianos, unos seres que defecaban una materia oscura que servía de combustible para este inusitado medio de transporte. El resultado es que la Planet Express, como el PSOE, no se movía sino que siempre permanecía en el centro del universo. Actualmente los niblonianos de Pedro Sánchez, políticos y medios afines, defecan obedientemente las consignas que les dosifican los responsables de propaganda, y la materia oscura resultante es ingerida, no menos obedientemente, por los votantes, que así van reorganizándose en torno a las necesidades de la Peter Express. Mediante este proceso Pedro consigue no mentir, y ni siquiera cambiar de opinión: es el mundo el universo el que ha cambiado, y el votante consigue salvar una apariencia de coherencia.
Así que no se pregunten cómo es posible que el socialismo español, acosado por la corrupción, empeñado en la demolición de la democracia, y tras someter a su electorado al ridículo de las cartas y las pulseritas de «Free Bego», haya obtenido mejores resultados que sus homólogos europeos. Sencillamente aquí los nibloniamos hacen funcionar mejor la nave, y los pasajeros son más dóciles. Dirán que esto se parece más a una secta que a un partido, pero como diría el Hermano Pachi ¿a usted qué más le da?