La página 1562

MARC GONZÁLEZ. Casi tres años después de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya de 2006, se va certificando la acusada miopía que afectó a dicho órgano, alimentada por la ceguera permanente de un Partido Popular –el recurrente, en esa ocasión- que, queriendo calcificar su monolítica idea de España, ha acabado cargándose las bases del compromiso constitucional de 1978 y, a lo peor, la propia viabilidad de la nación a la que dice servir.

Lo ocurrido esta semana en el Congreso, a cuenta de la proposición de CiU apoyada por 13 diputados del PSC, abunda en la descomposición a la que me refiero.

Si, en lugar de tratar de sacar rédito a la contraposición de ideas España-Cataluña, un PP con verdadero sentido de estado hubiera desempeñado el papel conciliador de ambos conceptos que, supuestamente, quiere defender ahora, otro gallo nos cantara.

Fue esa actitud cerril, travestida de demonización del nacionalismo, la que acabó empujando a amplias bases sociales de la población catalana hacia el soberanismo, como única vía para conseguir que se tomara en serio la voluntad mayoritaria del pueblo catalán de ser considerado como una nación.

Aunque en el fallo del TC predominó la tesis menos cavernícola –con voto particular, en contra, de los ultraconservadores Rodríguez Arribas, Rodríguez-Zapata, Conde y Delgado- el desprecio ínsito que conllevaba la sentencia hacia la lengua y, sobre todo, con relación a la declaración contenida en el preámbulo del Estatut sobre la nación catalana, acabó viéndose desde el Principat como una afrenta, de la que todo el proceso soberanista es clara consecuencia.

Es curioso que quienes, con frecuencia, achacan al nacionalismo catalán –y al vasco, entre otros- todos los males políticos que nos aquejan, lo hagan desde una defensa a ultranza de “su” nación, es decir, de su concepto de España. La diferencia únicamente es que “su” nación tiene estado y la de catalanes y vascos no sólo no lo tiene, sino que incluso se les niega cicateramente aquél carácter. A lo mejor, no es necesario que vascos y catalanes tengan un estado propio, pero, para ello, habría que casar, en una reforma constitucional con voluntad duradera, el concepto de España y la naturaleza nacional de algunas de las comunidades que la integran. Si se quiere, hasta España como nación de naciones.

Incluso la propia redacción actual -si el TC hubiera usado los cristales correctores adecuados y el PP no jugase a ser el depositario de las esencias del españolismo cañí-, permitiría este planteamiento, porque, si bien el artículo 2 de la constitución cita la indisoluble unidad de la Nación –en mayúsculas- española, a renglón seguido nos habla de las nacionalidades que la integran. Y, señores míos, nacionalidad no es una pseudonación de tercera categoría –como algunos quieren hacernos creer- sino la condición o la cualidad de una nación y de sus habitantes. Por tanto, la Carta Magna, aunque con aditamentos rimbombantes muy carpetovetónicos como la supuesta indisolubilidad, ya admite la concurrencia de la nación estado y de las naciones históricas. Hasta el propio diccionario de la RAE concuerda esto, al describir como nación tanto el conjunto de habitantes de un país regido por el mismo gobierno –nación estado, acepción primera del diccionario- , como aquel otro conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común –acepción tercera.

La conclusión es que, a la postre, toda esta polémica estéril y cainita, que nos impide aunar esfuerzos para salir de la crisis, se podría haber evitado solo con que el TC hubiera abierto el diccionario de la RAE por la página 1562 de la vigésima segunda edición. Hay que leer más.

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