Dicen que los humanos como animales que somos, ponemos resistencia a los cambios. Que no nos gusta que nos rompan la rutina y que nos muevan de nuestros hábitos, lo que se conoce como zona de control, aquella que nos permite sentirnos seguros. Las tradiciones forman parte de esa geografía humana inamovible, aunque sólo en apariencia. Ponemos freno, porque así debe ser, a una marea que viene del exterior y que irremediablemente acaba por inundarnos, conquistarnos, poseernos. De nada sirve poner diques, dar la espalda o ignorar lo que se acerca, porque tarde o temprano acabará por seducirnos. Pasó con Papá Noel. Nosotros no. Nuestros hijos serían de los Reyes magos, como lo hemos sido todos durante toda la vida, porque el gordo de barba blanca no era de los nuestros. Hoy diecinueve años después del nacimiento de mi primer hijo, llega Papá noel a nuestras vidas porque simplemente, es Nochebuena, quedan vacaciones por delante, estamos todos reunidos.... desde el momento en que encontramos argumentos para defender una decisión o un renuncio, ya no hay marcha atrás.
La muerte, en nuestra amada y en peligro cultura mediterránea, siempre ha sido tabú. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, y además, enterramos rápido, encalamos las paredes, lloramos en silencio y exhibimos un luto que nos recuerda que la desgracia ha caido sobre nosotros. A los niños les contamos que el fallecido ha ido al cielo o que ha emprendido un largo viaje; que nos ve desde allí arriba y que sin duda nos estará protegiendo. Pero ya está, después de un abrazo y cuatro lágrimas la muerte, cuanto más lejos, mejor. La visita al cementerio tiene doble sentimiento. La pena por el que se va, pero sobre todo la alegría íntima, inconfesable, de quien sabe que por el momento está de visita.
Halloween ha llegado a nuestras vidas casi sin quererlo, o sobre todo sin que nadie lo quisiera. ¿Quién lo ha traído a Baleares? Que levante la mano. La resistencia fue aún mayor que la que opusimos al gordito de rojo, pero a pesar de ello, la muerte en vida se ha instalado en nuestras vidas. The walking dead, CSI, mil series nos hablan de la muerte como si nada y también el cine. Recuerdo que casi me temblaban las piernas cuando llevé a mi hija de tres años a ver “La novia cadáver” de Tim Burton, igual que pensé que mi madre me habría dicho, si lo supiera, que la niña sufriría un trauma de por vida. Lejos de aquella reacción, la niña se pasó el resto del año recogiendo su ojo izquierdo del suelo y colocándoselo de nuevo como hacía la prota y repitiendo que la novia muerta era infinitamente más bella que la pobre Victoria, viva sin vida.
Pues bien, ya está. Me entrego. Viva Halloween, que rompe tabús y nos enseña que la única parte inevitable de la vida existe, y que en forma de juego, podemos aprender que desde que nacemos estamos condenados a morir. Y no me quejo, porque al llamar a mi puerta, estos pequeños zombies y princesas de la muerte me ofrecen la posibilidad de truco o trato, lo que supone un verdadero alivio. Sí a la vida, pero sí también a la muerte. Ya que insiste en llegar tarde o temprano, mejor aprendamos a quererla. Pero si la ven y pregunta por mi, díganle que no me han visto.