No voy a referirme, en este breve artículo, a la masa necesaria para fabricar el alimento universal: el pan. No. En este caso concreto, aludo a lo que se considera el conjunto de una serie de ciudadanos, una serie de individuos -en general, en cantidades ingentes-, en los que la individualidad queda anulada.
A medida que la primera ola de la terrible y temible pandemia por el virus bautizado como “covid-19” empezó a remitir sus efectos masivos y, lógicamente, el estado de alarma decretado por el gobierno español inició una nueva etapa de relajamiento, las distintas administraciones públicas -ante evidentes casos de rebrotes, importantes en algunas zonas del territorio- han dictado algunas medidas menores para intentar frenar su avance y han dedicado sus esfuerzos para blindar la salud de los ciudadanos.
La gran diferencia entre las medidas aplicadas bajo el estado de alarma y las actuales estriba en la obligatoriedad del cumplimiento de dichas disposiciones. Me explico: la desigualdad de los efectos consiste en lo distinto que representa una imposición del cumplimiento de la ley bajo coacciones judiciales o, simplemente, sanciones pecuniarias, sumado a una actitud férrea de los cuerpos de seguridad, sobre lo que se conoce como “recomendaciones”, una posición gubernativa consistente en confiar la responsabilidad general a las personas, sin que esto represente ninguna especial vigilancia policial ni tan solo un refuerzo a base de multas.
En países más civilizados, en los que el sosiego, la cultura y el sentido del civismo están más cristalizados entre la sociedad -como por ejemplo Alemania o Suiza- las “recomendaciones” que disponen los respectivos gobiernos son aceptadas por la ciudadanía como “órdenes” y, por consiguiente, la responsabilidad social es repartida entre la población casi sin rechistar. Y, así, de este modo, las cosas funcionan.
Nuestro país, en este sentido, es poseedor, de antiguo, de un carácter modelo “Viva la Virgen” que hace prácticamente imposible el seguimiento estricto y necesario de cualquier “recomendación” que venga de arriba. De hecho, el cumplimiento de la ley “recomendada” es pasada por el forro de una manera incontestable. ¿Será por aquello de que somos latinos o, más aún, mediterráneos y ya se sabe, el clima y otras memeces fuerzan el ánimo a pasar de todo? Nada de nada: simplemente, somos indisciplinados y punto. De manera que el único sistema y el único argumento que funciona en nuestros lares es el del palo; y no siempre.
La “gente”, nuestra gente, así a lo gordo, ejerce el incivismo de un modo generalizado: latas de bebidas, fundas de patatas fritas, plásticos y toda clase de porquerías aparecen al borde (o en medio, directamente) de nuestros caminos y senderos; véase las playas después del paso de unos cuantos bañistas; o las orillas de las carreteras con el mar de colillas; o los restos de botellones...
Insisto: la única solución -vuelvo al tema de la pandemia y sus actuales rebrotes peligrosos- es la vuelta a la obligatoriedad de seguir las normas dictadas y una fuerte y severa reacción de las autoridades forzando una clara represión por parte policial destinada a anular a los salvajes que infectan al conjunto de la sociedad con sus posturas indignas y repelentes. Multas, sí, a toda castaña y de alto valor monetario o, si fuera necesaria, con penas sobre delitos cometidos.
Un solo ejemplo: en Barcelona y su área metropolitana, un viernes, la Generalitat de Catalunya dicta la puesta en marcha de diversas “recomendaciones” entre ellas, apelando a la responsabilidad colectiva, la de quedarse en casa con sus excepciones y, sobre todo, no acudir a las segundas residencias para evitar contagios en otras zonas del mapa. El resultado: 416.345 vehículos se marchan de la ciudad en las doce horas posteriores al dictado del gobierno.
Las masas, repito, sin correa, no tienen ninguna clase de responsabilidad. El anonimato que les confiere su status de masa les permite hacer lo que les de la gana: total, ¡nadie nos va a multar! Lo importante no es la pura imbecilidad que representa la masa, sino los efectos nocivos, dañinos, que producen estos cretinos (infiltrados dentro de la masa) a una parte de la sociedad, ésta sí, más cívica y responsable.
La masa no tiene remedio y pagamos el pato los que intentamos cumplir con la sociedad.