Dicen que este verano ha habido mucha gente por todas partes, pero en una montaña, cuando empiezan a dolerte los glúteos de tanto subir, la masa humana se disipa. Era un sábado de julio cerca de Chamonix, la abarrotada meca del alpinismo en Europa, pero al llegar al final de la caminata allí sólo estaban tres chicos franceses descansando al sol sobre una enorme roca plana. La Jonction, “la unión” en francés, es un ejemplo perfecto de toponimia inexacta y absurda porque allí no se junta nada. Al contrario, designa el punto donde se divide la descomunal masa de hielo que desciende del Montblanc generando dos glaciares, el de Bossons y el de Taconnaz.
La Jonction es un escenario perfecto para comprobar el poder de la naturaleza y tu propia pequeñez. Hay un dramatismo inexplicable en las formas de esos hielos gigantes, y su crujir interno es un sonido bello y pavoroso al mismo tiempo. Para escucharlo desde ese anfiteatro privilegiado hay que salvar un desnivel de 1500 metros por un sendero a ratos muy empinado, que en sus últimos tramos obliga a echar las manos sobre las rocas para hacer pequeñas trepadas.
Por eso, mientras mordía una manzana a los pies de aquel río de hielo, la sorpresa fue mayúscula al ver aparecer una pareja joven con dos niños de corta edad. Iban bien equipados y se movían con soltura. Saludaron y avanzaron un poco más sobre la brecha que nos separaba del inicio del glaciar porque los pequeños querían pisar el hielo. Entonces les escuché hablar en catalán, y me ofrecí a sacarles una foto familiar. Ella sonrió agradecida y me pasó su móvil. La imagen era impresionante, con los cuatro en pie sobre la inmensa masa de agua petrificada y el Tacul, el Maudit y el Montblanc coronando sus cabezas.
Me contaron que vivían en un pueblo del Pirineo catalán y que habían venido unos días de vacaciones a los Alpes. Eran deportistas y salían a menudo a la montaña con los niños, pero esta mañana dudaron de llegar hasta allí porque la caminata era larga, amenazaban tormentas por la tarde y en los tramos más escarpados tuvieron que cargar con la pequeña de tres años.
El niño tenía seis, y saltaba alegre de piedra en piedra como un gamo. Vestía buenas prendas de montaña y llevaba unas gafas de sol deportivas color flúor. Le dije que parecía un gran montañero, y me miró sin decir nada. Luego le comenté que me encantaban sus gafas, y siguió en silencio. En ese momento pensé que el chaval quizá fuese tímido, o que simplemente me veía como un adulto desconocido y pesado con el que no le apetecía hablar. Entonces se giró hacia su padre, y éste se giró hacia mí: “no entiende nada de español. El año que viene empieza a estudiarlo en el colegio”. “Diu que sembles un muntanyenc i que li agradan les ulleres, Marc”.
El curso escolar ha empezado hace un par de semanas, y supongo que Marc ya tendrá dos horas de Lengua Castellana a la semana. Con un poco de suerte quizá también tenga dos en inglés. Un alumno de Educación Primaria que vive en un entorno familiar y social que solo se expresa en catalán dispone de cuatro horas lectivas a la semana para aprender dos lenguas “extranjeras”. Los hijos de las sucesivas leyes educativas aprobadas en España desde los años ochenta sabemos bien el nivel de inglés que se puede acreditar con solo dos horas de estudio semanales si no acudes a escuelas de idiomas, academias privadas, clases particulares o estancias en el extranjero.
Si defiendes la autonomía de los padres a la hora de decidir la educación que reciben los hijos hay que hacerlo con todas las consecuencias. A mí me dio un poco de lástima el orgullo indisimulado del papá al reconocer que su hijo no entendía ni la palabra “montañero”, pero respeto la autodeterminación de esa pareja para conservar a sus retoños en la pureza de su lengua materna. Evitando en casa hasta el Disney Channel retrasaban todo lo posible su contaminación con un idioma que hablan 580 millones de personas en el mundo.
No dudo que se pueda ser feliz aislado en esa arcadia catalana de la Cerdaña, a salvo de la toxicidad del castellano, el inglés o el ruso. Pero es una visión del mundo y de los idiomas que no se puede imponer a los demás. Hoy miles de personas se manifiestan por las calles de Barcelona para que niños de la edad de Marc puedan estudiar dos horas más en castellano. La petición roza el ridículo si se analiza en términos de amenaza para la hegemonía del catalán en la educación pública.
Por eso, si el objetivo de la inmersión lingüística obligatoria es cohesionar a una comunidad bilingüe exclusivamente en torno al catalán, esa política es un fracaso en términos sociales, y lo seguirá siendo a pesar del silencio y el miedo a expresarlo en público. Al igual que La Jonction, no señala un punto de encuentro, sino una bifurcación.