La estela que dejamos
Por
Josep Maria Aguiló
x
jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 20 de febrero de 2021, 03:00h
Hay personas que han dejado una huella muy positiva e indeleble en la historia de la humanidad. Esas personas pueden haberse dedicado a la política, a la ciencia, a la religión o al arte, pero lo que permite valorarlas en igual medida es el hecho de que sus decisiones, sus actuaciones, sus creencias o sus obras han sido innovadoras, válidas o determinantes no sólo para la vida de sus coetáneos, sino también para la de las sucesivas generaciones posteriores, hasta llegar a nuestros días. Por ello, la huella o la impronta que esos grandes hombres o esas grandes mujeres han dejado en el mundo suele ser calificada casi siempre como imborrable o como imperecedera.
Quienes no formamos parte ni seguramente perteneceremos nunca a ese limitado grupo de grandes personajes históricos, también tenemos la capacidad, a otro nivel, de poder dejar nuestra propia huella en este mundo, en primer lugar gracias a la amistad y al amor, al hecho mismo de amar y de haber sido a su vez igualmente amados. En otro sentido, también podemos dejar nuestra propia huella a través de nuestros hijos —en caso de tenerlos— o de nuestra relación con las personas que hemos conocido o tratado, así como también gracias a las personas a las que de algún modo hayamos podido ayudar o hayan tenido conocimiento de nuestro trabajo o de nuestra labor.
Aun así, hemos de reconocer que más que hablar de la «huella» que dejaremos o que podríamos llegar a dejar, deberíamos de hablar tal vez mejor de la «estela» que posiblemente dejaremos, a modo de equivalencia más o menos literaria o metafórica con ese rastro de espuma o ese rastro defractario que dejan un barco en el mar o un avión en el cielo. En ambos casos, suele tratarse de una estela que normalmente sólo dura unos pocos segundos, casi siempre demasiado pocos.
De la conciencia general de esa fragilidad y levedad surge normalmente una cierta melancolía, ante la evidencia de que, además, nunca llegamos a ser por completo la persona que quizás podríamos haber llegado a ser finalmente, y no sólo por las circunstancias, sino también porque en la mayor parte de los casos siempre acaba quedando en el aire la posibilidad de haber vivido un día más, de haber podido conocer otra ciudad, de haber leído otro libro, de haber contemplado otro amanecer o de haber soñado otro sueño.
Para ayudar a paliar un poco esa profunda y casi inherente melancolía vital, qué hermoso resulta creer o pensar que la frágil estela que seguramente dejaremos al marcharnos quizás se pueda acabar convirtiendo alguna vez en huella, una huella que, de alguna forma, permanezca siempre en la memoria de quienes nos conocieron o nos amaron.