Dicen que sólo amamos u odiamos aquello que conocemos, aquello que vemos habitualmente, aquello que nos es cercano. Los libros de texto, los documentales, las fotografías, las historias, incluso las películas nos han mostrado los mismos monumentos, esculturas, cuadros y héroes una y otra vez. Por eso, de alguna manera, los llevamos en el disco duro, en el subconsciente, en la memoria e incluso en el corazón. La esfinge de Guiza es un claro ejemplo de ese sentimiento, al menos en mi persona. La vi durante muchos años en los libros, leí sobre el magnetismo de su mirada, sobre sus colores vivos cuando fue levantada, sobre su longitud y su altura. De alguna manera, el marketing que también impregnan las clases de historia, su envoltorio de pirámides, la proximidad con el Nilo, la arena, las historias de pasiones y el desconocimiento de otra sociedad, hicieron que la esfinge, como a tantos otros niños, me despertara muchísima curiosidad. Fue inevitable que como tantos adultos, un día la visitara y pudiera contemplarla cara a cara, sin poder reprimir casi las lágrimas y sentir que efectivamente, su mirada me estremecía de la cabeza a los pies. ¿Qué hay de auténtico en todo eso, cuánto de sugestión, de imaginación? ¿La piedra puede conmovernos o son nuestras las miradas que proyectan vida sobre la frialdad de una gigantesca escultura de cuarenta siglos atrás?
Toda la semana pienso en Maria Antonia Munar y su salida de la cárcel por primera vez desde que entró en ella. A la fuerza y por un rato, para volver a declarar ante un juez. Expectación máxima ante ese momento, su aspecto, y un morbo malsano por si saldría esposada, maquillada y si descendería llorando del furgón policial. Al verla el viernes en las imágenes tuve el mismo sentimiento que cuando vi a la esfinge, pero esta vez con un chasquido de mal rollo, al visualizar a una mujer derrotada, abandonada de sí misma, sin ganas absolutamente de nada. Un sentimiento que casi debo esconder, porque cada vez que lo verbalizo me increpan linchando a quien un día lo fue casi todo en esta comunidad. Y seguramente tienen sus razones, pero la he visto durante décadas paseando su palmito de muñeca por todas las islas y ahora mi disco duro chirría cuando veo a una anciana muerta en vida, sin haberse hecho tan siquiera la raya en el ojo. ¿Debo alegrarme por ello? ¿Tengo que reivindicar que la esposen para que mi yo vengativo se ponga las botas? Lo siento, pero no. Ni con ella ni con nadie. Que pague por lo que hizo, ella y quien sea, pero de eso a que yo me alegre, va un abismo. Me entristecería mucho más contemplarme feliz ante el sufrimiento de otro, aunque este otro sea Maria Antonia Munar.