www.mallorcadiario.com

La escalera de la risa

Por Jaume Santacana
miércoles 03 de octubre de 2018, 02:00h

Escucha la noticia

El barrio en el que habito es muy empinado. Desde la estación de metro que hay en una plaza enorme y caótica se va subiendo -primero levemente y luego ya en plan serio- hasta llegar a mi casa, en frente de la cual se ubica una larguísima escalera imponente, formidable, temible y poderosa que conduce a una calle superior que da acceso a la entrada de un parque muy visitado por millones de turistas. Los foráneos, ya se sabe, suelen comportarse de un modo sin par. Sus conductas en calidad de guiris así como sus reacciones ante todo (incluso frente a cosas absolutamente lógicas y normales) son, cuanto menos, desconcertantes. Uno no sabe nunca cómo procederá un turista (extranjeros con camisas floreadas, bermudas, sandalias -algunos incorporando unos rancios calcetines en este tipo de calzado-, maquina de fotos o móvil con palo, sombrerito y botellín de agua mineral) ante cualquier cosa que le pueda producir una cierta sorpresa.

Puedo llegar a entender que si un visitante se encuentra, durante un paseo, un tipo vestido de torero o bien una mujer caminando al revés (con la cabeza rozando el suelo) su capacidad de asombro se ponga en evidencia. De hecho, en estos dos casos, el personal urbano perteneciente a la comunidad de ciudadanos habituales, también se quedan pasmados ante un tropiezo de estas características. Hasta ahí, nada nuevo bajo el sol.

El problema se produce cuando el turista -en masa, en rebaño- reacciona de manera “anormal” ante una normalidad flagrante como, por ejemplo y sin ir más lejos, una pura y simple escalera, por muy prolongada que ésta sea. ¡Ahí le duele! Cuando un tumulto turístico tuerce por la calle que lleva a mi casa y, de sopetón, contempla los setenta y dos peldaños que la adornan, sus neuronas relajadas se ponen en tensión y, erectas, dan buena cuenta del esfuerzo que se les viene encima; muy encima en este caso concreto. Pero -y ahí radica el quid de la cuestión- en lugar de encajar una cierta preocupación por el sacrificio inmediato, les da por exhibir una sarta de carcajadas que podrían llegar a delatar una inequívoca esquizofrenia de tipo indiscutible, valga la posible redundancia. La risotada general les dura unos pocos minutos y cuando, por fin, se ponen en marcha y empiezan la escalada, la hilaridad atronadora se convierte en un griterío desmesurado.

Tumbado cómodamente en mi terraza, justo enfrente de la famosa escalera de la risa, me veo obligado, cada siete minutos más o menos, a soportar los grotescos “vociferios” de cada uno de los grupos de turistas enloquecidos lo cual, la verdad, es un coñazo ineluctable y real.

No puedo saber si a esta gente (después de haber sido expoliados de su estado de guiri), cuando están en sus pueblos y ciudades de origen, se comportan de la misma paranoica manera; es decir, no estoy seguro de que, en sus casas, ante la escalera que les conduce a sus habitaciones de la primera planta, les entra una arremetida cómica de ahí te espero.

En todo caso, sigo sin entender el comportamiento general de esta peculiar raza turística. ¿Me habré meado de risa ante cualquier escalera en mis pocas visitas multitudinarias en el mundo? Si así fuera, entonaría un mea culpa y me pediría disculpas a mí mismo.

¡Lo que hay que ver!

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios