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La cuerda de Ca la Seu

miércoles 27 de septiembre de 2023, 10:24h

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En los últimos treinta años han desaparecido centenares de comercios tradicionales de Palma, transformando su centro histórico, en parte, en una zona residencial de lujo para nórdicos adinerados, y también en un escaparate de insulsas franquicias, idénticas a las de cualquier otra ciudad turística o capital europea, en las que no pongo un pie bajo circunstancia alguna. Para comprar productos estandarizados fabricados en la China, prefiero usar internet, me deprime menos.

Las administraciones y el mercado inmobiliario han hecho todo lo posible para que esto acabase así. Mucho hablar del comercio tradicional pero, en la práctica, nada de nada.

Las dos últimas legislaturas del pacte en Ciutat han sido, en este sentido, catastróficas. La connatural incapacidad del último alcalde socialista -auxiliado por lo más florido de la ineptitud política y de gestión de entre la militancia izquierdista- para regir los designios de una de las principales capitales españolas se ha demostrado fatal para el comercio.

Reformas de la movilidad adoptadas a capricho, sin el más mínimo sentido, el abandono total de la ciudad por lo que hacía a su aspecto, permitiendo su imparable degradación a manos de grafiteros y de ciudadanos incívicos que convertían sus calles en vertederos, la creciente inseguridad y la nula adopción de medidas de protección de la identidad histórica de Palma, han acabado con los últimos vestigios de aquella coqueta urbe que tuvimos la fortuna de habitar algunos privilegiados hasta las últimas décadas del siglo XX.

Hace unos veinte años, quizá alguno más, heredé un viejo reloj de péndulo y pesas de mi familia materna, con la intención de volver a ponerlo en funcionamiento algún día, probablemente cuando me jubile, es decir, en fecha indeterminada.

Pese a dilatar el trabajo, puse manos a la obra en cuanto a adquirir el material necesario. No existían ni Amazon, ni Ebay, ni Aliexpress y el ordenador lo usábamos solo para trabajar, así que pregunté -el viejo método de hablar con alguien que sabe del tema- y resultó que para adquirir cuerda de reloj había solo en Palma un único comercio: Ca la Seu.

No sé si mis queridos lectores habían advertido que a los relojes -a los que no funcionan con baterías, claro- se les "da cuerda" porque, efectivamente, los más antiguos funcionaban gracias a una cuerda de la que pendían dos pesas que, por la fuerza de la gravedad, hacían mover los mecanismos de la máquina, merced a las regulares oscilaciones de un péndulo.

La cuerda de reloj de pesas suele ser de cáñamo. Hoy en día, a los que, como yo, nos gusta reparar viejos artilugios, nos basta con sentarnos ante el ordenador y escribir "cuerda cáñamo reloj" -sin artículos ni preposiciones- y, como por ensalmo, aparecen en la pantalla diversas alternativas a precios probablemente mucho más baratos -al menos, en términos de valor constante- que los de hace 20 años.

Conocía Ca la Seu de pasar por delante de su portal muchas veces en mi juventud, cuando trabajé como mozo de una relojería de la calle Sindicat. Palma era, sin duda, otra, y aquellas callejuelas estaban mechadas de comercios, especialmente muchos de ellos ligados a las ramas que prácticamente monopolizaban los descendientes de los judíos conversos, los xuetas.

Como mi trabajo consistía precisamente en ir a diario al grabador, al engastador, al taller de composturas y a los proveedores de materiales de joyería y relojería diversos -también a La Expeditiva, otro viejo negocio finiquitado- me pasaba el día paseando por los aledaños y aprendí a mis catorce primaveras a circular por zonas en las que abundaban por igual señoritas de afecto negociable que hacían la calle, pequeños comercios de toda clase y bares de diversos ambientes. Entonces Palma era una ciudad viva, no un parque temático para suecos.

Pues bien, allí que me dirigí y adquirí un pequeño, pero suficiente, rollo de cuerda de cáñamo para mi reloj. Entrar por primera vez en un comercio -el más antiguo de Europa-, abierto en 1510, impresiona, aunque en aquel momento solo una placa en la fachada recordase la circunstancia y yo no fuera del todo consciente de que iba a ser mi última vez.

En 2009, la familia Monserrat cerró el negocio que regentó en los últimos cinco siglos. Luego, se montó allí un bar-restaurante que tuvo la decencia de mantener el viejo rótulo y el nombre del establecimiento, aunque su vida fue relativamente breve.

Desde 2019, el letrero languidecía y las persianas permanecían bajadas.

Hace solo unos días, los periódicos anunciaban que el inmueble había sido adquirido por un sueco para construir una vivienda de lujo. Una jodida vivienda de lujo más. Por supuesto, el cartel de Ca la Seu había desaparecido y con él, 500 años de nuestra historia e identidad.

La cuerda, por descontado, la guardo a buen recaudo en un cajón de mi taller para cuando me decida a restaurar el reloj. Y advierto a todos los suecos, noruegos y resto de gente bárbara del norte: No está en venta.

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