En loor de multitudes y aupado por su contundente irrupción en la política europea, Pablo Iglesias inscribe su nombre en la casta de la que abomina. Podemos ha restado protagonismo a los dos grandes frustrados por el resultado de los comicios europeos, abriendo una grieta bajo la línea de flotación de la alternancia. Con el mayor de los respetos por quienes han secundado esta candidatura, ha llamado mi atención la cantidad de personas que han confiado la curación de un cáncer social y económico, como el que asola occidente, a un curandero mediático que proyecta sus críticas indiscriminadas hacia todo lo que hacen los demás, incluidos los comentarios adversos de quienes nos atrevemos a cuestionar su retórica. Algunos errores y carencias de la medicina tradicional no los ha resuelto la homeopatía, ni otras medicinas alternativas, pero lo que está en juego es demasiado importante como para fiarlo en manos de quienes han sido incapaces de concertar un manifiesto conjunto y que, tras la imagen utópica de sus postulados, sólo ofrecen una quimérica batería de ocurrencias.
Es probable que el voto de castigo a los promotores de la desafección generalizada tenga distinta naturaleza en cada estado miembro, incluso en cada parcela de territorio, pero más nos vale encontrar sanadores de confianza, antes de que sea demasiado tarde. España ya ha vivido otros fenómenos coyunturales, como el fulgor de la Agrupación Ruiz Mateos; que en el mismo día consiguió, para el Congreso de los Diputados, un tercio de los sufragios que concitó en el Parlamento Europeo y sólo dos años después había perdido el 96%de los apoyos, en las elecciones municipales de 1991. A pesar de todo, los ideales esgrimidos por el colectivo sembrado en torno a la semilla bolivariana tienen más posibilidades de prolongarse en nuestro acervo que las lindezas con las que nos obsequiaba el empresario jerezano; entre otras cosas, porque el nivel de malestar general está ahora más arraigado y extendido, como consecuencia de la endogamia corporativa con la que los grandes partidos han minimizado el deterioro de la clase política y su incapacidad de contrarrestar coherentemente el paulatino desgaste del estado de bienestar, artificial pero arraigado.
Con estos mimbres, el PSOE ha decidido que el maquillaje no basta para disimular sus defectos y ha optado por cambiar de cara, sin admitir que es el mensaje y no el mensajero lo que conviene revisar para no perder el tren del futuro. Mientras los líderes se desangran por un poder aparente, los jóvenes emulan aquellos estudiantes de otro mayo pretérito y confían en que hallarán arena de la playa bajo los adoquines de su París virtual. La pérdida de ascendencia la recuperará coyunturalmente un concurrido Congreso y unas polémicas primarias, pero tendrá solución de continuidad si no se revisan los postulados y estrategias de unas ideas que no debería apostar por echarse al monte para recuperar las grandes ciudades.
Por su parte, el PP fía en la recuperación económica la vuelta del votante pródigo, sin percibir que ha dejado abierta la caja de Pandora. En adelante, el tradicional rifirrafe de las bancadas antagonistas será tan pernicioso para sus intereses electorales como lo fue la batalla entre las dos célebres marcas de cola, que se enfrascaron en reproches mutuos por los negativos efectos de sus edulcorantes, para satisfacción y beneficio de terceros. El problema del Partido Popular no es el absentismo de sus seguidores, sino el impulso que han provocado en quienes rechazan el desahucio pero quieren desalojarlos de las instituciones. En la misma referencia de hace un lustro, el PP en Illes Balears perdió 80.000 votos respecto de las elecciones autonómicas previas y los recuperó con creces dos años después. La clave no está sólo en los votos que consigues, sino también en la movilización que provocas entre los adversarios, más unidos que nunca por un enemigo común. En nuestras islas tenemos el mejor ejemplo con Gabriel Cañellas, que logró mayoría absoluta con menos de 170.000 votos, mientras que Jaume Matas no lo consiguió con 24.000 votos más. En cambio, le bastó a José Ramón Bauzá sumar 1.660 papeletas a las de su predecesor para aumentar en un 20% los escaños de su partido, por la fragmentación del voto nacionalista y el hundimiento de los apoyos socialistas. Si el partido mayoritario confía en el retorno de su cliente por lealtad y miedo al más allá, más vale que no descuide las formas para evitar servir de aglutinador del descontento social, porque en este cuadrilátero puede ganarle al aspirante por ‘knock out’, pero perdería a los puntos si no consigue ganar a todos los demás.
Sin ignorar la confirmación secesionista en las aspiraciones catalanas, la fragilidad de algunos territorios consagrados a la derecha y la exclusiva solidez del feudo andaluz como quintaesencia del puño y la rosa, se abren meses apasionantes para descubrir si la indignación es capaz de hacer propuestas positivas y cuál es el efecto que provoca en la partitocracia de las fuerzas políticas convencionales: recuperando la confianza de sus mandatarios para construir unidos un sólido porvenir basado en la prosperidad y el respeto a las libertades o dejando sitio para la fragilidad de un proyecto nacido para contrariar todos los principios esenciales y poco más.