Hay palabras con mala prensa. Te entran por el oído y de inmediato se activan las defensas porque tememos lo que viene detrás. La psicología de la comunicación se encarga de analizar esos procesos, y por tanto conoce esos términos que provocan desconfianza en el receptor del mensaje. No existe asesor político de éxito que no se haya adentrado en esa rama de la ciencia para tratar de alcanzar uno de sus objetivos principales: que la propaganda no parezca propaganda.
El origen del término es religioso. Procede de las voces latinas pangere (clavar) y propagare, que tenían en la Roma clásica un significado agrícola asociado a la plantación de la vid. Pero el Papa Gregorio XV se inventa la metáfora en 1622, y la Iglesia Católica comienza a “sembrar la palabra” en tierras de misión. Tiene su gracia que cinco siglos después el fascismo, el comunismo y el nacionalismo consiguieran elevar a su máxima expresión un fenómeno nacido en el Vaticano. Para que luego digan que los movimientos totalitarios no son religiones.
No digo yo que no hubiera antecedentes. El escritor inglés Talbot Mundy atribuye el verdadero origen de la propaganda a Los nueve desconocidos, una leyenda hindú que en el año 273 a.C ya advertía que “de todas las ciencias, la más peligrosa es el control del pensamiento de las multitudes, pues es la que permite gobernar el mundo entero”. Y por aquí ya vamos entendiendo algo. Ocurre que Lenin, Goebbels o Milosevic llegaron antes que nosotros a esa página del libro.
Viendo a dónde llevaron a sus pueblos estos genios de la propaganda es lógico que la palabra quedara estigmatizada. Hubo que rebautizar esa “difusión de ideas”, así que los Estados no totalitarios optaron por un sistema informativo liberal, en el que los medios no eran monopolio estatal y permitían desarrollar mecanismos más sutiles de persuasión. También es comprensible que hoy los políticos con alma totalitaria se hayan disfrazado de otra cosa, y que una vez alcanzado el poder se revuelvan contra ese régimen de opinión pública promovido desde Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial.
Hace tres años, conmemorando el centenario de la revolución rusa, Pablo Iglesias ensalzaba ”el genio bolchevique de Lenin por su capacidad de convertir lo imposible en real”. Ya sabemos que a Iglesias nunca le surgieron demasiados reparos por el uso de la violencia con fines políticos, pero es que Lenin dejó escritas ideas mucho más útiles en la actualidad para asaltar los cielos, como esta: “El fin de la información no consiste en comercializar las noticias sino en educar a la gran masa de trabajadores, en organizarlos bajo la dirección exclusiva del partido con miras a objetivos claramente definidos”. Como discípulo aventajado de Vladimir, Pablo Iglesias afirma un siglo después que “la propiedad privada de los medios de comunicación atenta contra el derecho de información”. Su información, se entiende.
Por esto, y por tantos otros sesgos antidemocráticos, al comunismo le ocurre lo mismo que a la propaganda, que tiene mala prensa y conviene no mentarlo demasiado en público. Porque en la praxis histórica sus líderes se han mostrado como políticos sin escrúpulos a la hora de alcanzar el poder. Este dato no impide reconocer que el comunismo constituye una ideología completa porque supone una manera de entender y organizar las relaciones sociales, aunque sea letal para las libertades individuales. Al fin y al cabo es un sistema de convivencia, basado en la cachiporra, pero un sistema.
La novedad que estamos viviendo en España de la mano de Iván Redondo es la utilización de una propaganda intensa y omnipresente que no trata de imponer masivamente la ideología de su jefe Sánchez, porque no la tiene, sino que busca como primer y exclusivo fin uno que comparte con el ideario tradicional comunista: el mantenimiento del poder a toda costa. Esto obliga a la demolición de un pilar fundamental en cualquier democracia: la alternancia en las instituciones de gobierno.
Iglesias está en esa estrategia para mantener la dacha de Galapagar, la mucama de los gemelos y los privilegios de esa casta que tanto criticaba desde el pisín en Vallecas. Pero también pretende imponernos a todos su ideología. Redondo, que trabajó antes de llegar a La Moncloa para varios líderes del Partido Popular, solo lo hace por un sueldo, lo cual resulta mucho más ruin. Su caso demuestra que este debate no se produce entre izquierdas y derechas, sino entre personas morales y amorales. Por eso Noam Chomsky, uno de los principales intelectuales de izquierdas en el mundo, escribió que “la propaganda es a la democracia como la cachiporra a las dictaduras”.