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La banalización del insulto

martes 17 de julio de 2018, 03:00h

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Tras la designación de Quim Torra como candidato a presidente de la Generalitat de Catalunya, a principios de mayo, Pedro Sánchez, a la sazón líder del PSOE en la oposición, se despachó con unas declaraciones en las que le denominaba “el Le Pen español”. Otros líderes socialistas, sobre todo catalanes, ya habían salido en tromba descalificando a Torra, al que tildaron de racista, supremacista y otras lindezas parecidas, inducidos sin duda por un sentimiento de venganza motivado por el rencor que le guardaban desde la publicación de algunos artículos que escribió hace algún tiempo, en los que vertía opiniones muy desfavorables hacia la evolución ideológica del PSC en las últimas décadas.

Esos artículos serían más o menos exactos y se puede estar más o menos de acuerdo con ellos, pero en absoluto eran tan ofensivos como se pretende desde las filas de los socialistas catalanes, a no ser que la exactitud de la descripción de su viaje ideológico escueza tanto que provoque tan furibunda reacción por el propio sentimiento de vergüenza. Los artículos están escritos en un lenguaje sarcástico que utiliza alegorías y metáforas, muy en el estilo del periodismo satírico que tanto auge tuvo en Catalunya en el primer tercio del siglo XX, tradición que se vio brutalmente interrumpida por la rebelión de Franco y la Guerra Civil. Extraer palabras sueltas, como “raza”, y sacarlas de contexto para utilizarlas como ataque al autor llamándole racista, es una trampa intelectual indigna.

Y que el líder del PSOE remate el clavo de los insultos llamándole Le Pen es miserable. El susodicho Le Pen es un político francés de extrema derecha, racista, xenófobo y antisemita, con una biografía que habla por sí sola. Llamar Le Pen a alguien cuya trayectoria vital está en las antípodas de la de semejante individuo, es una degradación de la vida política y una banalización del insulto que indica la mediocridad intelectual de nuestros políticos. El racismo y la xenofobia son unas lacras que expresan una parte de lo peor que puede producir la especie humana. Conllevan el concepto de superioridad de un determinado grupo humano que, por tanto, está legitimado para explotar y degradar a otros grupos que se consideran inferiores, lo que es la base del supremacismo. No se puede, no se debe, trivializar la vida política con el uso indiscriminado de tales insultos. El president Torra no es un racista ni un supremacista. Se le puede, por supuesto, atacar políticamente en todo aquello en lo que no se esté de acuerdo con él, pero ese tipo de insultos no debería formar parte del debate político, se deberían guardar para los verdaderos racistas supremacistas.

Lo mismo se puede decir del uso indiscriminado que algunos políticos, como el ínclito José Bono, hacen de la calificación de nazis a los nacionalistas catalanes. El nazismo fue una ideología, esta sí, racista y supremacista que llevó su delirio hasta el extremo de considerar a determinados grupos étnicos, judíos y gitanos sobre todo, pero no solo, como subhumanos (“Untermenschen”) y, por tanto, sometibles a exterminio, a lo que se dedicaron con fruición en los infames campos de exterminio. Utilizar el insulto “nazi” con tanta facilidad y prodigalidad dice muy poco del calibre intelectual y moral de quien lo hace y es otro ejemplo de la banalización y sobreabundancia del insulto en nuestra vida política.

Y hace pocos días, la exvicepresidenta del gobierno español y candidata a presidir el PP, Soraya Sáenz de Santamaría, ha dicho que en Catalunya se practica el “apartheid”. Otra desmesura brutal, que indica el deleznable estilo de muchos de nuestros políticos. El apartheid fue un régimen que durante décadas supuso que en Sudáfrica la minoría blanca tenía todos los derechos y un nivel de vida como el mejor del planeta y la mayoría negra no tenía nada, condenada a vivir en guetos insalubres o en bantustanes desolados, sin derechos laborales, con unos sistemas educativo y sanitario pésimos, con una expectativa de vida de la mitad de la de los blancos, obligados a viajar en vagones poco mejores que los de ganado y si protestaban eran detenidos, juzgados sin garantías y encarcelados, o directamente eliminados por los escuadrones especiales de la policía.

Si el gran Nelson Mandela, que pasó décadas en prisión y consiguió finalmente liquidar tan cruel y despiadado sistema político, hubiera escuchado semejante estupidez, seguramente le habría dicho a la política del PP que utilizar esa palabra era un insulto a las víctimas del auténtico apartheid. Que se sepa, en Catalunya no hay vagones de cuarta categoría para unionistas, ni sistemas educativos y sanitarios separados, y si hay ciudadanos detenidos y encarcelados arbitrariamente, son precisamente independentistas.

La exageración y banalización del insulto por parte de nuestros políticos es una muestra de miseria intelectual y bajeza moral, pero es también una profundísima injusticia para los insultados y una afrenta a los que padecieron y padecen regímenes políticos nazis, fascistas, racistas y xenófobos. Provocar las risitas cómplices y el aplauso fácil de los correligionarios menos favorecidos en el reparto genético de cacumen, puede que alimente su ego, pero también define su capacidad intelectual y su talla moral.
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